El problema ni soy yo ni lo eres tú, así por separado. Tampoco lo somos nosotros cuando somos nosotros, es decir, si se da el milagro cósmico de juntarnos en la misma dimensión del tiempo y en la misma dimensión del espacio. El problema no es este ni aquel ni lo son esos de ahí ni mucho menos lo es él, al que finjo despreciar para hacer creer así que su existencia no me la puede sudar más. Puedo alargar este párrafo con todos los pronombres que le caben a un diccionario y seguiríamos igual. Porque el problema es siempre el mismo. El problema es la gente, que es gilipollas.
Si bien es cierto que el español medio es gilipollas todo el año, es de justicia señalar una época del año cómo epítome de la gilipollez ajena, donde nuestro compatriota eleva su condición de imbécil integral a su máxima potencia. Semana Santa, por supuesto. La fiesta del tumulto, del estar pegados sin saber muy bien por qué. Me pregunto cómo verán desde fuera eso de gente y más gente agolpándose en las calles, casi subidos unos encima de otros, para ver pasear muñecos de cera, feos como ellos solos, que provocan pesadillas en los niños y pudor en los adultos; gente vestida del Ku Klux Klan cuya sola presencia avergonzaría a cualquiera con un mínimo de sensibilidad y de conciencia histórica, pero qué le vas a pedir a un país orgulloso de su ignorancia y que bajo el concepto de “tradición” legitima cualquier superchería carpetovetónica. Confieso que este año he sentido un perverso placer al saber suspendidas las procesiones de Sevilla, viendo esas divertidísimas lágrimas de los magufos de turno soltando los cuatro topicazos de cada año -“esto es un sentimiento muy grande que no se puede explicar”, “todo el año esperando para este momento”- ay, criaturitas. Son entrañables, no me digan que no. Gilipollas, pero entrañables.
Pero no sólo de procesiones vive la gilipollez semanasantera, la cosa también afecta a la mitad pagana y agnóstica del país. España entera sufre de jaranafilia, esa psicótica necesidad de ir a lugares llenos de gente y de ruido, y, en consecuencia, contribuir a contaminar estos destinos con más gente y más ruido. La gente y el ruido, enemigos siempre del progreso. Somos un país muy paleto y muy hortera. Todo es playita, solecito, terracita, vinitos… la estrecha relación entre los diminutivos y ser un gilipollitas.
También es en Semana Santa -¿Santa para quién?- cuando da inicio la temporada de festivales. Los festivales de música, infierno para los que somos amantes de la música de verdad y paraíso para jaranófilos, drogadictos, apasionados del tumulto y adúlteros y rijosos en general. En su descargo les concederemos el honor de ser un poquito más inteligentes que los de las procesiones, pero tampoco mucho más. Ir a un festival supone dormir poco y mal, ver grupos que ni conoces ni te interesan, flotar en una resaca continua la cual sólo se combate con más alcohol, hacer muchas fotos y muchos vídeos de calidad cuestionable todo el rato, dejarse un dineral en garrafón y cenas de foodtruck que no resistirían el primer control de calidad sanitario. En definitiva, empalmar extravagancias durante tres días que jamás te plantearías siquiera -afortunadamente- hacer un fin de semana pongamos de febrero, y todo para poder llegar el lunes al trabajo y decir buah, brutal el festi, muy muy guay. Intentar dar envidia es el deporte nacional que vertebra España.
Y así pasa, que entre procesiones, playitas y festis muy muy guays que en realidad no lo son tanto llega el domingo, y los 47 millones de españoles coincidimos en autopistas y carreteras a lo largo y ancho de esta piel de toro nuestra que tanto duele. ¿Pero quién coño les mandará coger el coche cada vez que hay ocasión? ¿no saben que la mayoría de desgracias del ser humano suceden por su santa manía de no quedarse quietecito en casa? No lo saben, no, qué hostias van a saber, si somos un país de ignorantes semianalfabetos. ¡Que estáis aborregados, coño, todos como ovejas siguiendo al rebaño!
Reflexiono todo esto inmerso en un kilométrico atasco en la A-6. Aprovecho el momento de desesperación y espera para escribir este texto. Algo bueno tendría que tener la estupidez ajena. Mientras tecleo en mi móvil me pasa por la cabeza decirle a quien conduce que coja la primera salida y dé media vuelta rumbo Lisboa. Que le den por culo a la gente, a Madrid, al tumulto y al solecito. Ve uno las noticias, echa un ojo a lo que hay a su alrededor y le dan ganas de exiliarse a Portugal. Qué cantidad de palurdos. Qué asco la gente. Yo soy diferente a ellos, yo soy especial. El infierno siempre son los otros.