Habrá quien diga que la mejor manera de vivir es no creer en nada. Que eso de los rituales son supersticiones disfrazadas de manías, una manera absurda de buscarle sentido a lo que no lo tiene. Pero, si te soy sincero, yo soy de los que creen en todo. Absolutamente en todo. Tal es mi obsesión, que ni siquiera puedo recordar cuándo empecé a tener rituales. Sé que en algún momento de mi infancia tomé una decisión inocente que lo desencadenó todo.
Mi primera superstición fue estudiar siempre con bolígrafos de tinta verde porque estaba convencido de que me ayudaban a concentrarme. Si no era verde, estaba perdido. Después vinieron los exámenes, que solo podían escribirse con una marca de bolígrafo específica. Dormir siempre del lado derecho antes de una prueba importante. Escuchar en bucle la playlist de éxitos de Amaia en Operación Triunfo. Y, por supuesto, entrar a cualquier aula o edificio con el pie derecho. Siempre con el pie derecho. De lo contrario, se apoderaba de mí una angustia indecible. Y no os podéis imaginar la cantidad de veces que he tenido que salir de un sitio, volver a entrar y corregir el error.
Lo peor es que sé de dónde viene todo esto. Es hereditario. Mi madre me pasó esta maldición de las manías como si fuera un tesoro familiar. Ella también tiene sus propios rituales. Pero, ¿cómo podría culparla de algo? En el fondo, estos rituales no son más que pequeños anclajes que le damos a la vida para que no se nos desmorone, o eso quiero creer.
Menos mal que con el tiempo he intentado relajarme. Ahora puedo usar un bolígrafo prestado sin que me dé un ataque de ansiedad. Pero hay una época del año en la que mis rituales resurgen con más fuerza: en Nochevieja. Ese día es un desfile internacional de manías. La televisión, para colmo, hace reportajes sobre las tradiciones más absurdas del planeta, y yo no puedo evitar sentirme acompañado. Mal de muchos, consuelo de tontos, ya sabes.
La gente suele comer un plato de lentejas aunque no peguen con la cena familiar con el fin de tener éxito. Porque está claro: lentejas = éxito. No hay mayor verdad. Llevar ropa interior roja (que lo mismo tiene encaje o, peor aún, un Papá Noel bordado) y así asegurar tu pasión. Porque claro, eso del ghosting se suple con un calzoncillo rojo. También puedes meter oro en el champán, pero no olvides bebértelo entero porque si no, la suerte se evapora. Mi abuela pone una maleta en la puerta para viajar más el próximo año. ¿Y esa gente que parece vivir en un aeropuerto en Instagram? Seguro que tiene trasteros llenos de maletas en las puertas. Yo soy más sencillo: salto a la pata coja, con el pie derecho, claro. Si pierdo el equilibrio, no pasa nada, lo importante es que el ritual se cumpla.
El caso es que, aunque lo hagamos por superstición, al final es cuestión de Fe. Creer en algo, en lo que sea. Decía el periodista José Luis Sastre en una columna reciente que le maravillan las preguntas incontestables, esas que nunca podremos resolver. Yo, además, estoy fascinado por los actos incontestables. Esos que no tienen lógica ni razón, pero que repetimos porque nos llenan. ¿Acaso no estamos hechos de eso? La Fe es un motor extraño. No necesita evidencias ni verdades absolutas; solo necesita el calor de lo intangible, de las cosas que no se explican pero nos sostienen.
Y ahí está la belleza de los rituales. No son sobre magia ni sobre lógica. Son sobre nosotros mismos. El 24 de diciembre nos reuniremos con la familia (ya sea la de sangre o la elegida, eso no importa). Nos sentaremos a la mesa, compartiremos risas y recuerdos, y quizá incluso alguna discusión. Pero, ¿por qué lo hacemos? Porque nos hace felices.
La vida, al final, debe llenarse de algo. No sé exactamente de qué, pero de algo. Ritualizamos momentos porque el instinto humano nos empuja a aferrarnos a todo lo que nos llene de calma y nos aleje, aunque sea por un rato, del ruido de la incertidumbre. Porque esta época del año siempre trae las dos cosas que más asustan: la nostalgia y lo desconocido. Con la incertidumbre podemos jugar, hacerle trampas. Le damos nuestros rituales y que se apañe. Pero la nostalgia… frente a eso solo puedo desearos suerte.
Y quizá sea eso lo que más me gusta de los rituales: nos ayudan a rellenar los huecos que deja el tiempo. Esas brechas donde se cuela la ausencia de los que ya no están, los abrazos que se desvanecieron, los momentos que no supimos retener. Cuando salto a la pata coja, siento que todavía tengo algo que decirle a la vida, aunque no sea más que un murmullo.
Porque, aunque la vida no siempre dependa de nosotros, siempre hay algo que sí podemos decidir: creer. Creer en los rituales, en las personas, en la posibilidad de que todo puede mejorar. Y mientras sigamos creyendo en algo, estaremos un poco más vivos.
Felices rituales y feliz Navidad.