Para los que insisten en que deberíamos dejar de etiquetar todo, hoy les traigo una nueva propuesta: el poliamor audiovisual. Porque, ¿quién puede decir que no disfruta tanto del cine ruso de los años veinte como de La isla de las tentaciones? Lo importante no es lo que consumimos, sino que nos demos permiso para disfrutarlo sin sentirnos culpables. Que ya bastante carga emocional llevamos encima. Y aunque me dé vergüenza admitirlo, ahí estoy yo, cada lunes, viendo ese programa en el que la infidelidad es el plato principal.
Ayer, mientras observaba el tercer programa de la temporada, me di cuenta de algo inquietante: este reality es un perfecto ejemplo de lo que llamamos espectacularidad posmoderna. Así que, en los siguientes párrafos, voy a intentar analizar cómo está construido el lenguaje audiovisual de La isla para que no podamos despegarnos de la pantalla. Y, de paso, lanzaré alguna que otra reflexión sobre el programa, por si alguien necesita un análisis existencial sobre la fidelidad en la televisión.
Voy a centrarme en uno de los momentos más emblemáticos del programa: las hogueras. Para los que no siguen el programa, aquí es donde le muestran a cada concursante lo que han estado haciendo sus parejas durante los últimos días en la otra casa, la que aloja a sus parejas y los tentadores de éstas. Pero claro, nosotros, como en Crónica de una muerte anunciada, ya sabemos lo que ha pasado. En este momento lo importante son sus reacciones. Entonces nos convertimos en jueces de emociones en búsqueda de sentencias: «Se lo merece, ¡se lo buscó!» o «Pobrecita, con lo mucho que lo quería…».
Para ver cómo este tipo de programas emplean un lenguaje audiovisual muy concreto que nos engancha, vamos a comenzar con la hoguera de ellas y, en particular, con el momento de Andrea. Todo arranca con planos generales para ponernos en contexto: un largo camino flanqueado por antorchas mientras Sandra Barneda, la presentadora, las observa con la misma cara de expectativa que tenemos nosotros desde casa. Y ahí, en ese primer vistazo, nos damos cuenta de algo fundamental: el tiempo del programa no tiene nada que ver con el tiempo real. Y lo sabemos porque, en esa bienvenida, el montaje nos devuelve las reacciones de cada una de las chicas a punto de enfrentarse a la verdad, junto con la hoguera como un personaje más. De modo que lo que sería un simple saludo, se amplifica a un conjunto de planos que prolongan este momento. Un trabajo del tiempo plástico en pro de la espectacularidad.
Tras esto, Sandra Barneda se erige en nuestra portavoz emocional, empleando frases que nos representan directamente: «Vas a ver cómo es realmente la persona con la que compartes tu vida», «Se trata de abrir los ojos y enfrentarse a los miedos», «¿Qué te gustaría ver esta noche?», un montaje muy rápido construye un tiempo dado al suspense. Todo por aumentar la tensión hasta que Andrea contemple las imágenes. Se trata por lo tanto de un aceleramiento de la imagen que tiene que ver con el mapa del amor moderno que construye La isla. Un montaje rápido donde no hay espacio para el aburrimiento, como metáfora de un amor instantáneo e intenso.
Podemos apreciar también cómo los colores de las imágenes de la otra villa son fríos, distantes y los de la hoguera, son cálidos, fuertes, vibrantes: se viene un momento dramático. En esta ocasión, como lo que más interesa es el ver-qué-pasa, la cámara, casi sin que nos demos cuenta, cada vez se va acercando más a la cara de Andrea, impertérrita ante lo que está sucediendo, junto con esa idea de la tablet pequeña como si se tratara de un elemento de La ventana indiscreta que acentúa el voyerismo. Tras esto, pasamos de un plano medio a un primerísimo primer plano que desborda el marco de la televisión. Su mirada, su expresión, es la nuestra también. De nuevo, como si fuera Hitchcock el director detrás de este capítulo, se lleva a cabo aquí un encabalgamiento sonoro. Es decir, antes incluso de ver alguna imagen de la minúscula pantalla, el montaje nos aumenta el deseo de saber qué pasa, a partir de usar un primer plano de Andrea, mientras que escuchamos las imágenes que ella ya está viendo. Es decir, todo está perfectamente diseñado para despojarnos de cualquier resistencia a la emoción. Es un juego psicológico que no perdona.
Pasando ahora a analizar la hoguera de ellos, en la que los chicos que ven los deslices de ellas en la casa rival, vamos a poder observar cómo el montaje cambia drásticamente de acuerdo con las necesidades narrativas. Casi por imperativo legal, me gustaría detenerme en las imágenes de un personaje que ya ha traspasado la ficción-realidad de la isla: Montoya. En esta hoguera descubrirá que su novia, en apenas tres días, ha intimidado tanto con un chico que hasta duermen juntos. Nosotros, como espectadores, ya conocemos esa información. Y es por ello, que, para aumentar la tensión dramática, el programa dividirá en tres actos las imágenes que recibe Montoya.
En la introducción y en el nudo enseñan imágenes no especialmente graves para ir caldeando el ambiente y a Montoya. Lo importante pasa en el último acto: el desenlace. Aquí de nuevo vuelven a hacernos esperar para generar tensión, a concursantes y a espectadores, hasta llegar al clímax dramático final, donde el concursante se da cuenta de la deslealtad de su pareja. A partir de ese momento se van a unir toda una serie de planos generales que evidencian cómo interesa exhibir el dramatismo gestual de Montoya. El montaje de imágenes sigue hasta que la cámara se introduce en la mayor de las intimidades y ahí el personaje explota. Si congelamos el fotograma de su reacción, se convierte en un cuadro de Caravaggio: claroscuro, tensión, dramatismo. Y todo esto lo vemos con una mezcla de fascinación y repulsión, porque lo que La Isla de las Tentaciones nos vende no es amor, ni deseo, ni siquiera drama romántico. Es la promesa de ver cómo todo se rompe en tiempo real. La destrucción como entretenimiento. Se rompe incluso el propio escenario, pues Montoya, fruto de la tensión del momento, va mucho más allá del set preparado para ver las imágenes.
Aunque yo no deje de consumir este tipo de programas siempre me suscitan alguna que otra reflexión. La isla no deja de ser una ruptura de la intimidad que se convierte en un espejo de nuestras inseguridades. Quizás nos alivia pensar que nosotros nunca seremos así, que nuestra vida no se desmoronará de esa forma. Pensemos en esto: el formato de estos programas no solo expone lo íntimo, sino que lo fuerza. Se fabrican escenarios diseñados para que los participantes cedan, para que el espectador en casa diga «ya sabía que no iba a aguantar». Cada caricia, cada mirada, cada lágrima se convierte en contenido. Y no solo eso, sino que todo eso se incide desde el propio lenguaje televisivo: el primer plano en el momento necesario, el juego con el sonido, la diferencia de colores, el trabajo del tiempo, todo genera un sinfín de sensaciones.
Al final, lo que más importa no es si ellos superan la prueba, o si las relaciones se rompen o perduran. Lo verdaderamente inquietante es lo que estos formatos nos enseñan sobre nosotros mismos. Quizás la verdadera tentación no está en las villas ni en las hogueras, sino en nuestra incapacidad de mirar más allá del espectáculo para enfrentar las preguntas incómodas sobre lo que queremos y lo que somos. Y entonces, ahí estamos todos, frente a la pantalla, fascinados, consumiendo un simulacro de amor mientras, poco a poco, olvidamos cómo se siente de verdad. ¿Qué significa realmente amar en un mundo donde todo es un espectáculo? Estamos hipnotizados con simulacros de desastre, tan seguros de nosotros mismos que pensamos que sin duda algo así no nos puede pasar a nosotros. ¿Pero y si, perplejos ante la destrucción, nos olvidamos de construir?