La liga de los jueves

Hay una serie de reglas no escritas que vertebran y dan sentido a la competición.

He visto cómo dos amigos de la infancia se enamoraban, empezaban a salir, iban y venían, finalmente se casaban y ahora han tenido un hijo; una noche gané el premio especial de un bingo entre señoras que decían que les había robado ese cartón y celebrities de Telecinco trasnochadísimas; he visto a mi abuela emocionarse y llorar por una cosa muy bonita que le dije y he visto también el amanecer más salvaje del que cualquier playa española pueda presumir junto a esa chica. Y sin embargo nunca fui tan feliz como jugando al fútbol.

Podemos decir que he tenido un puñado, no serán más de diez, de momentos inolvidables de felicidad absoluta, de esos que dan sentido a una vida adulta y a cuyo recuerdo uno vuelve constantemente para sobrevivir al tedio diario; y pese a ello en mi memoria todos esos momentos perfectos languidecen ante el deseo infantil de volver a jugar al fútbol con los amigotes. La liga de los jueves  -se puede jugar los lunes o los sábados, es irrelevante- triunfa porque en el fondo el niño que todavía somos, que nunca hemos dejado de serlo, se sigue emocionando con los dos complementos de la frase subrayada. Con los amigos y con el fútbol. A veces nos ponemos muy estupendos y no menos pedantes al querer explicar los motivos del éxito universal del más global de los deportes, y se nos olvida lo más básico de todo. El acto físico de dar patadas a un balón es una cosa divertidísima. Dale a un bebé una pelota, lo primero que hará será, guiado por sus impulsos más básicos, juguetear con ella y sonreír. Seguir jugando al fútbol ya de adulto es el último refugio de la infancia que nos queda.

Uno le va a pillando el tranquillo a la liga de los jueves con el paso del tiempo. En toda liga de los jueves hay una serie de reglas no escritas que vertebran y dan sentido a la competición. El que va de crack, con sus botas de colores, su cintita en el pelo o sus vendas en las muñecas va pidiendo a gritos que le partan el peroné. Suele coincidir que estos aspirantes a Beckham de barrio, estrellitas en retirada, laterales derechos con ínfulas de rockstars, en definitiva todos los miembros de tan odioso gremio, nunca son los mejores de su equipo, más bien tontean con una variante del paquetismo muy concreto, el paquete canallita, cuyo talento nunca está a la altura de su propia autoestima ni de su propuesta estética, siempre tan importantes ambas en todo deporte. Por contra, todo equipo que se precie ha de tener al menos un par de rudos centrales, hombres de otro fútbol, de otra época casi, profesionales del noble arte del voleón y salimos, expertos en saltar con los codos por delante y en merendar tibias. Tampoco suele faltar el gordito que en un primer y erróneo análisis identificas como el elemento débil del rival, hasta que se pone de nueve y empieza a dar una masterclass de cómo pisar una pelota, cómo aguantarla y cómo girarse que da gusto verle.

Digamos que la propia naturaleza de estas liguillas barriales, idéntica en Vigo, en Cartagena o en Moratalaz, jalona a lo largo y ancho de nuestros cuatro puntos cardinales una especie de literatura local, con idénticos mitos fundacionales, héroes y rituales. Un macarra que siempre empieza las frases con un “joe chico”, “espabila, mostro -así, como suena, mostro, con un desprecio absoluto a la letra u-, o un “tómala, niño”, cuando da un pase de más de cinco metros. Uno que fue juvenil en el Atleti y conserva ramalazos de crack, pero no le pidas que baje a defender, demasiado humillante para él. Árbitros cincuentones que les miras y piensas en lo inescrutable de las vocaciones ajenas, cigarros antes y después de cada partido, alguna novia pasando frío en la grada más pendiente del móvil que de los catorce cojos del césped, pero a ella le da igual, sabe que a su chico nada le hace más feliz que verla allí, simplemente estando, y que en el sólo acto de acompañar ya van implícitos cuatro millones de tequieros. El amor a veces también es esto. Ilusionarse por la ilusión ajena.

No existe mejor termómetro social que la liga de los jueves. Aquí jugamos todos, por más extravagante que sea la tribu urbana o la causa incomprendida en la que uno milite. Pijos, yonkis, chavalitos explotados por Big Fours que llegan con el partido empezado, expresidiarios, bohemios con melenita -¿existen los bohemios calvos?-, lo mejorcito de la sociedad y también lo peor de lo peor. Incluso hasta argentinos. Y todos ellos se abrazan, se comprenden, sufren y celebran por lo mismo, empatizan los unos con los otros de un modo que en cualquier otra actividad resultaría imposible. La liga de los jueves es el mejor elemento integrador que conozco. 

Matizo. La liga de los jueves es el mejor homenaje a los amigos que conozco. Quizá una persona ajena a toda esta parafernalia de colores que rezuma virilidad, testosterona y cierto gañanismo, cierta querencia a lo rudo, y por qué no decirlo, al machismo y la homofobia -los prejuicios son así-, quizá esa persona pueda pensar que destacar como el principal motivo de felicidad y de cariño fraternal el juntarse con los amigotes a dar patadas a un balón denota una falta de sensibilidad galopante, la simpleza por bandera y una vida ausente de todo lo relacionado mínimamente con la ética, la emotividad y en definitiva la belleza. No la culparé de ello. 

Lo cierto es que, aún con todo, para muchos de nosotros, tan dados siempre al bloqueo emocional y a la dificultad extrema para expresar nuestras emociones por básicas que sean, acudir a jugar al fútbol cada jueves sigue siendo la mejor forma que tenemos de decirnos te quiero sin decirlo. En esas cañas post partido se esconden todos los abrazos, todas las frases al oído que nunca nos diremos confesando lo mucho que nos necesitamos, lo sólos que estamos en el mundo a pesar de no estar sólos, y que en el fondo somos eso, niños jugando a un juego, a nuestro juego, y queremos seguir siéndolo por mucho que el paso del tiempo se empeñe en lo contrario, porque no queremos ni imaginar qué sería de nosotros sin estos ratitos, sin la gigantesca tabla de salvación que es quedar cada semana para echar una pachanga pero sobre todo para vernos, para contarnos nuestras cosas y para reírnos con las cuatro anécdotas de siempre. Y sin embargo todos esos pensamientos, todas esas frases se quedan ahí, en ese bar del después, flotando, en silencio, nunca serán dichas porque nuestra contención o nuestra pose o quizá sea la educación recibida nos lo impiden, pero tampoco hace falta porque en el fondo todos lo sabemos, aunque ninguno quiera reconocerlo.

Belmonte se suicidó, de viejo ya, el día que no pudo subirse al caballo. Yo lo haré el día que deje de tener ilusión por las ligas de los jueves. Lo de menos es el fútbol.

Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES
Deportes

La liga de los jueves

Hay una serie de reglas no escritas que vertebran y dan sentido a la competición.

He visto cómo dos amigos de la infancia se enamoraban, empezaban a salir, iban y venían, finalmente se casaban y ahora han tenido un hijo; una noche gané el premio especial de un bingo entre señoras que decían que les había robado ese cartón y celebrities de Telecinco trasnochadísimas; he visto a mi abuela emocionarse y llorar por una cosa muy bonita que le dije y he visto también el amanecer más salvaje del que cualquier playa española pueda presumir junto a esa chica. Y sin embargo nunca fui tan feliz como jugando al fútbol.

Podemos decir que he tenido un puñado, no serán más de diez, de momentos inolvidables de felicidad absoluta, de esos que dan sentido a una vida adulta y a cuyo recuerdo uno vuelve constantemente para sobrevivir al tedio diario; y pese a ello en mi memoria todos esos momentos perfectos languidecen ante el deseo infantil de volver a jugar al fútbol con los amigotes. La liga de los jueves  -se puede jugar los lunes o los sábados, es irrelevante- triunfa porque en el fondo el niño que todavía somos, que nunca hemos dejado de serlo, se sigue emocionando con los dos complementos de la frase subrayada. Con los amigos y con el fútbol. A veces nos ponemos muy estupendos y no menos pedantes al querer explicar los motivos del éxito universal del más global de los deportes, y se nos olvida lo más básico de todo. El acto físico de dar patadas a un balón es una cosa divertidísima. Dale a un bebé una pelota, lo primero que hará será, guiado por sus impulsos más básicos, juguetear con ella y sonreír. Seguir jugando al fútbol ya de adulto es el último refugio de la infancia que nos queda.

Uno le va a pillando el tranquillo a la liga de los jueves con el paso del tiempo. En toda liga de los jueves hay una serie de reglas no escritas que vertebran y dan sentido a la competición. El que va de crack, con sus botas de colores, su cintita en el pelo o sus vendas en las muñecas va pidiendo a gritos que le partan el peroné. Suele coincidir que estos aspirantes a Beckham de barrio, estrellitas en retirada, laterales derechos con ínfulas de rockstars, en definitiva todos los miembros de tan odioso gremio, nunca son los mejores de su equipo, más bien tontean con una variante del paquetismo muy concreto, el paquete canallita, cuyo talento nunca está a la altura de su propia autoestima ni de su propuesta estética, siempre tan importantes ambas en todo deporte. Por contra, todo equipo que se precie ha de tener al menos un par de rudos centrales, hombres de otro fútbol, de otra época casi, profesionales del noble arte del voleón y salimos, expertos en saltar con los codos por delante y en merendar tibias. Tampoco suele faltar el gordito que en un primer y erróneo análisis identificas como el elemento débil del rival, hasta que se pone de nueve y empieza a dar una masterclass de cómo pisar una pelota, cómo aguantarla y cómo girarse que da gusto verle.

Digamos que la propia naturaleza de estas liguillas barriales, idéntica en Vigo, en Cartagena o en Moratalaz, jalona a lo largo y ancho de nuestros cuatro puntos cardinales una especie de literatura local, con idénticos mitos fundacionales, héroes y rituales. Un macarra que siempre empieza las frases con un “joe chico”, “espabila, mostro -así, como suena, mostro, con un desprecio absoluto a la letra u-, o un “tómala, niño”, cuando da un pase de más de cinco metros. Uno que fue juvenil en el Atleti y conserva ramalazos de crack, pero no le pidas que baje a defender, demasiado humillante para él. Árbitros cincuentones que les miras y piensas en lo inescrutable de las vocaciones ajenas, cigarros antes y después de cada partido, alguna novia pasando frío en la grada más pendiente del móvil que de los catorce cojos del césped, pero a ella le da igual, sabe que a su chico nada le hace más feliz que verla allí, simplemente estando, y que en el sólo acto de acompañar ya van implícitos cuatro millones de tequieros. El amor a veces también es esto. Ilusionarse por la ilusión ajena.

No existe mejor termómetro social que la liga de los jueves. Aquí jugamos todos, por más extravagante que sea la tribu urbana o la causa incomprendida en la que uno milite. Pijos, yonkis, chavalitos explotados por Big Fours que llegan con el partido empezado, expresidiarios, bohemios con melenita -¿existen los bohemios calvos?-, lo mejorcito de la sociedad y también lo peor de lo peor. Incluso hasta argentinos. Y todos ellos se abrazan, se comprenden, sufren y celebran por lo mismo, empatizan los unos con los otros de un modo que en cualquier otra actividad resultaría imposible. La liga de los jueves es el mejor elemento integrador que conozco. 

Matizo. La liga de los jueves es el mejor homenaje a los amigos que conozco. Quizá una persona ajena a toda esta parafernalia de colores que rezuma virilidad, testosterona y cierto gañanismo, cierta querencia a lo rudo, y por qué no decirlo, al machismo y la homofobia -los prejuicios son así-, quizá esa persona pueda pensar que destacar como el principal motivo de felicidad y de cariño fraternal el juntarse con los amigotes a dar patadas a un balón denota una falta de sensibilidad galopante, la simpleza por bandera y una vida ausente de todo lo relacionado mínimamente con la ética, la emotividad y en definitiva la belleza. No la culparé de ello. 

Lo cierto es que, aún con todo, para muchos de nosotros, tan dados siempre al bloqueo emocional y a la dificultad extrema para expresar nuestras emociones por básicas que sean, acudir a jugar al fútbol cada jueves sigue siendo la mejor forma que tenemos de decirnos te quiero sin decirlo. En esas cañas post partido se esconden todos los abrazos, todas las frases al oído que nunca nos diremos confesando lo mucho que nos necesitamos, lo sólos que estamos en el mundo a pesar de no estar sólos, y que en el fondo somos eso, niños jugando a un juego, a nuestro juego, y queremos seguir siéndolo por mucho que el paso del tiempo se empeñe en lo contrario, porque no queremos ni imaginar qué sería de nosotros sin estos ratitos, sin la gigantesca tabla de salvación que es quedar cada semana para echar una pachanga pero sobre todo para vernos, para contarnos nuestras cosas y para reírnos con las cuatro anécdotas de siempre. Y sin embargo todos esos pensamientos, todas esas frases se quedan ahí, en ese bar del después, flotando, en silencio, nunca serán dichas porque nuestra contención o nuestra pose o quizá sea la educación recibida nos lo impiden, pero tampoco hace falta porque en el fondo todos lo sabemos, aunque ninguno quiera reconocerlo.

Belmonte se suicidó, de viejo ya, el día que no pudo subirse al caballo. Yo lo haré el día que deje de tener ilusión por las ligas de los jueves. Lo de menos es el fútbol.

Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES