La que llora sal

De vuelta en el oasis me siento en la laguna hasta que el sol se esconde. Pido una Cusqueña en un puesto del malecón, y me siento en el muelle desde donde parten las barcas. El cielo es naranja, el agua también.

Estoy solo en un oasis en Huacachina. Estoy solo con unos pájaros con patas verdes y la cabeza roja, son pollas de agua. El oasis está rodeado de dunas, las más grandes de Sudamérica. Son las diez de la mañana, y aunque el calor comienza a pegarse a la piel, decido subirlas. Camino lento, cada pocos pasos miro atrás y veo el oasis cada vez más pequeño. Alcanzo el pico de la primera de las dunas, miro a mi alrededor y no veo a nadie, lo único que atisbo es un perfecto fondo de pantalla. 

Paso unos minutos mirando al horizonte, sin pensar en realidad en nada. Quizás una ligera sensación de inmensitud, pero ni transcendencia ni expiación en el desierto.

Cuando estoy decidido a emprender el camino de vuelta, se acerca un trío de mujeres con operaciones estéticas tan efectivas que se aprecian a veinte metros de distancia. Empiezan a tomarse fotos. Dámelo todo mami, dice una de ellas mientras pulsa la pantalla de su iPhone rosa, y la fotografiada responde a las instrucciones y se contornea, apoya el pie sobre la puntera, se ajusta el top, recoloca sus gafas. Lo está dando todo.

De vuelta al oasis, paseo por el malecón de la laguna. En los sesenta fue un balneario exclusivo de las élites peruanas, ahora los laterales están ocupados por puestos de refrescos y souvenirs. Leo en internet que es el paraíso de la adrenalina, y yo lo aprovecho leyendo a Bryce Echenique en la terraza de una biblioteca, la biblioteca Abraham Valdelomar. Valdelomar fue el primer niño terrible de la literatura peruana. Leo sobre su vida, y sus artículos y me apunto una frase que voy a repetir hasta que regrese a casa. Viajeros bellacos, turistas ricos, visitantes ocasionales de esta ciudad de la Santa Rosa y de doña Juana la Loca, han anotado en su libro de axiomas: “Lima es la ciudad de los gallinazos”.

En el estanque navegan barcas de colores, como en el retiro, pero con un parasol para esquivar el sol del desierto. Una barca se mueve por el centro de la laguna sin nadie dentro. Me entristece la imagen; luego pienso en alguien remando solo, y se me quita la pena, siempre hay un piso más bajo en el sótano de la tristeza. Huacachina significa la que llora sal; esa imagen podría ser el -5 de ese sótano.

Regreso al hostal y en el camino me cruzo con un local con un rótulo verde botella: Café de Especialidad. Un café de especialidad en un oasis. Entro y me siento un poco en casa. El mismo diseño nórdico, a base de piedra y madera, que los hace únicos y a la vez exactamente iguales. Pido un café que cuesta 9 soles y me ahorro la conversión a euros porque, como en todos, el café será caro.

A la entrada del hostal un cartel reza “Prohibido el ingreso con armas”, y yo no sé si  tranquilizarme o ponerme alerta. Si lo hubiera leído en inglés, me hubiera hecho cierta gracia porque hubiera pensado que estaba en el decorado de una película del oeste, pero leerlo en castellano me hace tragar saliva.

A media tarde decido volver a las dunas. Antes he comido cerca de la laguna y he tomado una siesta en la piscina del hostal. Antes de caer dormido he leído un cuento sobre un niño que monta en bicicleta y sobre otro que se compra un traje marrón. Cuando voy a salir por la puerta un recepcionista con gafas me intercepta. Me dice que el grupo de las cuatro va a salir y que necesitan a una persona más. ¿Un grupo de qué?, le pregunto. Me promete dos horas de adrenalina y una puesta de sol inolvidable, todo por 35 soles. Cuatro cafés de especialidad, calculo mentalmente, y acepto por una falta crónica de asertividad más que por ganas reales de aventura. Una chica joven se presenta como Karen y nos guía hasta una duna con centenares de quats. Huele a gasolina. Los turistas van disfrazados con pañuelos alrededor de la cabeza y gafas de sol. Yo llevo mis gafas de pasta de profesor de universidad, y en mitad del desierto de Ica parezco un arqueólogo más que un aventurero. 

Nos piden que nos sentemos y nos pongamos los cinturones. Son cinturones de avión que tengo que colocar por encima de la cabeza. El conductor nos avisa de que sujetemos con fuerza los móviles, nos asegura que si los soltamos no parará a recogerlos, podemos darlos por perdido. Termina la charla y se santigua tres veces, yo también me santiguo pero mentalmente. Miro al resto del grupo y todo son miradas nerviosas. Una pareja de españoles, de Zamora y Santander, que celebran su luna de miel. Una familia de Lima y un grupo de amigos argentinos. Me santiguo unas cincuenta veces en las siguientes dos horas, temo por mis gafas, y sin embargo estoy tranquilo. Por alguna razón estoy convencido de que no es mi día. Supongo que todavía soy joven. La promesa de adrenalina era cierta, parece que estamos en una montaña rusa por el desierto. Cada cierto tiempo paramos a tirarnos por las dunas, tomamos fotos y vemos el deseado sunset. No seré yo quien encuentre nuevas formas de describir un atardecer, pero puedo hacer memoria. Recuerdo un atardecer en playa America, otro en el mirador del fitu, otro en Tarifa, otro en El Hierro, y no muchos más. El de hoy será uno de los que recuerde cuando piense en atardeceres.

De vuelta en el oasis me siento en la laguna hasta que el sol se esconde. Pido una Cusqueña en un puesto del malecón, y me siento en el muelle desde donde parten las barcas. El cielo es naranja, el agua también. Un hombre en una barca rema, y me acuerdo de la barca que vagaba sola a mediodía. Ojalá sea la misma.

De camino a Lima paramos en Paracas a comer en un muelle. Vemos un grupo de delfines cazar mientras nos preparan los platos y pienso en el viejo y el mar de Hemingway, que no me gustó y no entendí a partes iguales. De vuelta en el hotel paso a limpio las notas frente al ordenador. Ahora solo quiero ser Hemingway, una versión barata de Hemingway me valdría.

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De vuelta en el oasis me siento en la laguna hasta que el sol se esconde. Pido una Cusqueña en un puesto del malecón, y me siento en el muelle desde donde parten las barcas. El cielo es naranja, el agua también.

Estoy solo en un oasis en Huacachina. Estoy solo con unos pájaros con patas verdes y la cabeza roja, son pollas de agua. El oasis está rodeado de dunas, las más grandes de Sudamérica. Son las diez de la mañana, y aunque el calor comienza a pegarse a la piel, decido subirlas. Camino lento, cada pocos pasos miro atrás y veo el oasis cada vez más pequeño. Alcanzo el pico de la primera de las dunas, miro a mi alrededor y no veo a nadie, lo único que atisbo es un perfecto fondo de pantalla. 

Paso unos minutos mirando al horizonte, sin pensar en realidad en nada. Quizás una ligera sensación de inmensitud, pero ni transcendencia ni expiación en el desierto.

Cuando estoy decidido a emprender el camino de vuelta, se acerca un trío de mujeres con operaciones estéticas tan efectivas que se aprecian a veinte metros de distancia. Empiezan a tomarse fotos. Dámelo todo mami, dice una de ellas mientras pulsa la pantalla de su iPhone rosa, y la fotografiada responde a las instrucciones y se contornea, apoya el pie sobre la puntera, se ajusta el top, recoloca sus gafas. Lo está dando todo.

De vuelta al oasis, paseo por el malecón de la laguna. En los sesenta fue un balneario exclusivo de las élites peruanas, ahora los laterales están ocupados por puestos de refrescos y souvenirs. Leo en internet que es el paraíso de la adrenalina, y yo lo aprovecho leyendo a Bryce Echenique en la terraza de una biblioteca, la biblioteca Abraham Valdelomar. Valdelomar fue el primer niño terrible de la literatura peruana. Leo sobre su vida, y sus artículos y me apunto una frase que voy a repetir hasta que regrese a casa. Viajeros bellacos, turistas ricos, visitantes ocasionales de esta ciudad de la Santa Rosa y de doña Juana la Loca, han anotado en su libro de axiomas: “Lima es la ciudad de los gallinazos”.

En el estanque navegan barcas de colores, como en el retiro, pero con un parasol para esquivar el sol del desierto. Una barca se mueve por el centro de la laguna sin nadie dentro. Me entristece la imagen; luego pienso en alguien remando solo, y se me quita la pena, siempre hay un piso más bajo en el sótano de la tristeza. Huacachina significa la que llora sal; esa imagen podría ser el -5 de ese sótano.

Regreso al hostal y en el camino me cruzo con un local con un rótulo verde botella: Café de Especialidad. Un café de especialidad en un oasis. Entro y me siento un poco en casa. El mismo diseño nórdico, a base de piedra y madera, que los hace únicos y a la vez exactamente iguales. Pido un café que cuesta 9 soles y me ahorro la conversión a euros porque, como en todos, el café será caro.

A la entrada del hostal un cartel reza “Prohibido el ingreso con armas”, y yo no sé si  tranquilizarme o ponerme alerta. Si lo hubiera leído en inglés, me hubiera hecho cierta gracia porque hubiera pensado que estaba en el decorado de una película del oeste, pero leerlo en castellano me hace tragar saliva.

A media tarde decido volver a las dunas. Antes he comido cerca de la laguna y he tomado una siesta en la piscina del hostal. Antes de caer dormido he leído un cuento sobre un niño que monta en bicicleta y sobre otro que se compra un traje marrón. Cuando voy a salir por la puerta un recepcionista con gafas me intercepta. Me dice que el grupo de las cuatro va a salir y que necesitan a una persona más. ¿Un grupo de qué?, le pregunto. Me promete dos horas de adrenalina y una puesta de sol inolvidable, todo por 35 soles. Cuatro cafés de especialidad, calculo mentalmente, y acepto por una falta crónica de asertividad más que por ganas reales de aventura. Una chica joven se presenta como Karen y nos guía hasta una duna con centenares de quats. Huele a gasolina. Los turistas van disfrazados con pañuelos alrededor de la cabeza y gafas de sol. Yo llevo mis gafas de pasta de profesor de universidad, y en mitad del desierto de Ica parezco un arqueólogo más que un aventurero. 

Nos piden que nos sentemos y nos pongamos los cinturones. Son cinturones de avión que tengo que colocar por encima de la cabeza. El conductor nos avisa de que sujetemos con fuerza los móviles, nos asegura que si los soltamos no parará a recogerlos, podemos darlos por perdido. Termina la charla y se santigua tres veces, yo también me santiguo pero mentalmente. Miro al resto del grupo y todo son miradas nerviosas. Una pareja de españoles, de Zamora y Santander, que celebran su luna de miel. Una familia de Lima y un grupo de amigos argentinos. Me santiguo unas cincuenta veces en las siguientes dos horas, temo por mis gafas, y sin embargo estoy tranquilo. Por alguna razón estoy convencido de que no es mi día. Supongo que todavía soy joven. La promesa de adrenalina era cierta, parece que estamos en una montaña rusa por el desierto. Cada cierto tiempo paramos a tirarnos por las dunas, tomamos fotos y vemos el deseado sunset. No seré yo quien encuentre nuevas formas de describir un atardecer, pero puedo hacer memoria. Recuerdo un atardecer en playa America, otro en el mirador del fitu, otro en Tarifa, otro en El Hierro, y no muchos más. El de hoy será uno de los que recuerde cuando piense en atardeceres.

De vuelta en el oasis me siento en la laguna hasta que el sol se esconde. Pido una Cusqueña en un puesto del malecón, y me siento en el muelle desde donde parten las barcas. El cielo es naranja, el agua también. Un hombre en una barca rema, y me acuerdo de la barca que vagaba sola a mediodía. Ojalá sea la misma.

De camino a Lima paramos en Paracas a comer en un muelle. Vemos un grupo de delfines cazar mientras nos preparan los platos y pienso en el viejo y el mar de Hemingway, que no me gustó y no entendí a partes iguales. De vuelta en el hotel paso a limpio las notas frente al ordenador. Ahora solo quiero ser Hemingway, una versión barata de Hemingway me valdría.

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