Me sigue ocurriendo, a veces. Es un fluido viscoso que trepa por la nuca, tensa el vientre primero y dibuja una sonrisa jactanciosa en la boca después. Son las ganas de burlarse, de manifestar el esnobismo.
Me creía ya inmune. De hecho, até estos cabos al volver a publicar un artículo antiguo defendiendo acudir a La Tagliatella por San Valentín, a la sencillez frente a la insaciable horda de censores de la felicidad ajena. Pero lo cierto es que había escondido este otro episodio en los túneles de mi memoria. Me había mentido a mi mismo.
Sucedió hace unas dos semanas. Ángel y yo reservamos —tarde como siempre—, pista para jugar al tenis, así que no nos quedó otra que contentarnos con citarnos a las 10 de la mañana en el Pardo. Hacía un frío de mil demonios pero, ahora que ya peinamos canas, mandaba esa novedosa sensación consistente en sentirse bien por madrugar un domingo. Sea como fuere, me planté en Moncloa a las 9:15 de la mañana abrigado como un personaje de The Wire, pero con una raqueta Wilson en la mochila.
Y entonces los vi: del intercambiador de autobuses emergía una cola eterna, serpenteante, que abrazaba por completo la gran manzana de soportales. Mi primera hipótesis fue pensar que semejante cola solo podía deberse a comprar entradas para algún concierto, confuso como estaba por el madrugón. Estudié la demografía de la fila y no fue complicado hacerse una idea: había muchas familias, muchas parejas jóvenes y una gran representación de latinoamericanos. La mayoría con mochila, todos con ropa de abrigo. Por las prisas y por el café a medias como iba, me quedé con las ganas de preguntarles qué hacían allí a esas horas. Lo comenté con Ángel, dijimos «qué curioso» y ahí se quedó la cosa, sepultada bajo un festival de dobles faltas en la helada tierra del Pardo.
A los pocos días, cuando ya me había olvidado del episodio, tropecé con un vídeo en twitter que lo explicaba. La cola se había formado para tomar un autobús a la sierra, a Navacerrada, a disfrutar de la nieve recién caída en las montañas de Madrid. El vídeo lo subieron unos usuarios de Tiktok llamados EnzoyCamila, una simpática pareja latinoamericana que, imagino, documenta sus aventuras cotidianas en Madrid. En el vídeo, breve, enseñan la inmensa fila, su avance y finalmente la foto triunfal de la pareja sobre la nieve. Entonces pasó. Fue cosa de cinco segundos. El calor en la nuca, la tirantez en el vientre, la media sonrisa en la cara. Me pareció terrible madrugar para hacer cola para ir a ver la nieve en vez de para jugar al tenis. Me pareció algo que yo no haría, que un poco de nieve no valía esa gris espera. Desenfundé el cinismo más rápido que mi sombra, como Lucky Luke, y pasé el vídeo por whatsapp a mis amigos, explicando el misterio ahora resuelto.
Pero entonces volví a ver el tweet. Las respuestas estaban plagadas de odio, de fealdad. Que si charca, que si pobreza, dosis de racismo… twitter, me dije. Pero no. Había algo más. Miré el vídeo de nuevo. Vi a Enzo y a Camila abrazados en la nieve, y el cinismo empezó a ser barrido por la ternura. Imaginé que nunca habían visto la nieve, o que quizá nunca la habían visto juntos. Me imaginé su conversación en la cola, esperando pacientes, animados, mientras bebían café o mate. La ascensión en autobús a la sierra, compartiendo auriculares para enseñarse canciones nuevas. El avistamiento de la nieve, la pertinente guerra de bolas, algún tropezón que deje un recuerdo en forma de moratón. Luego la tranquila vuelta a casa para atrincherarse bajo una manta. Me imaginé un domingo perfecto.
La imaginación es la entrada al salón de la fascinación. Sin ella, no se puede aspirar a sentir gran cosa. Se ha sobado en exceso la palabra empatía, tanto que ha sido un poco despojada de su significado. De manera más sencilla, tiene que ver con pensar en la vida de los demás, sus ilusiones, sus anhelos; también sus puntuales mezquindades. Imaginé otra escena, 60 años antes: unos paisanos míos, emigrantes en Suiza, yendo a ver la nieve un domingo. En autobús o en tren de cremallera, porque no disponían de coche. Un día para siempre. La foto que luego conservarían, de vuelta en Galicia, en su casa en Coruña o Corrubedo o Monforte. Ir a conocer la nieve. Vaya momento mágico. Bien lo sabía el astuto García Márquez, que lo utilizó para inventar uno de los mejores arranques de novela jamás escritos.
Comparé la posibilidad de imaginar estas escenas con el odio ocre de twitter. Y me avergoncé de mí mismo, de mi reacción inicial. La sencillez, el entusiasmo, la capacidad de asombro: todo lo bueno militaba en el bando que al principio tuve la tentación de ridiculizar.
Pensé en el miedo a la soledad del que nace la mezquindad de esos adolescentes eternos que pueblan twitter. Emplean la palabra charca para intentar distinguirse de todo lo que les parece vulgar, sin darse cuenta de que sus inseguridades son lo único vulgar de todo el asunto. Pensé en cómo las plataformas ordeñan eternamente esos cinco segundos de rechazo inicial que muchos aún sufrimos como reacción primitiva y por defecto.
Pensé también en que la labor del arte, del pensamiento, de las películas, la música y la literatura no es tanto negar la tentación del cinismo, sino darnos herramientas para imaginarnos los sentimientos de los otros. En cómo siempre merece la pena acampar en la belleza y no en el asco. En que el amor es sabio y el odio estúpido. Pensé, por último, en que escribir todo esto podría sonar un poco cursi. Pero me dio igual. Ahora madrugamos los domingos.