Son las ocho de la mañana y, como cada día de la semana, me dirijo a la parada de autobús para coger el próximo que salga hacia la oficina. Estoy algo cansado, y no sé si es porque ayer me bebí un par de cervezas (el número de cervezas consumidas siempre debe ser par), porque llevo tres partidos de fútbol seguidos perdiendo o, simplemente, porque echarle un pulso a la monotonía se hace inaguantable por momentos.
Llevo toda la vida cogiendo la línea 1, que es la que recorre la avenida principal de la ciudad de cabo a rabo. En su día la usaba para ir al colegio, ahora, para ir al trabajo. El autobús sigue siendo el mismo: mismo ruido infernal en la parte de atrás, mismos asientos verdes, mismas paradas. Lo único nuevo que tienen estos bichos de ocho ruedas es que ahora llevan implantadas unas pantallas con anuncios de empresas locales que dejan mucho que desear.
Los autobuses de línea me recuerdan a los trayectos hacia la playa con mi abuela, al bonobús de cartón que te picaba de forma manual el chófer y a los empujones dignos de Sergio Ramos en un córner que propinaban las señoras mayores para coger asiento. “Señora, que se lo voy a ceder igualmente, no hace falta que me deje la ceja como a Cristiano Ronaldo en aquel partido contra el levante” me habría encantado decir alguna vez.
Hay una escena de Días de fútbol en la que Alberto San Juan, Jorge en la película, le cuenta a Pilar Castro, Bárbara, que hay días en los fantasea con ir a la estación de tren y montarse en el primero que salga hacia cualquier dirección, que le daría igual el sitio, que lo único que querría sería irse de Madrid. Desaparecer.
Esta mañana, por un momento, pensé igual que el bueno de Jorge en aquella película. No me parecía mal que el conductor no ejecutara ni una parada de las previstas y siguiese línea recta yo que sé, hasta Burgos.
Uno se adentra diez minutos en la parte de atrás de un autobús un miércoles tonto y cae en la cuenta de que vuelve a tener los días contados en esta ciudad a la que siempre quiere volver pero en la que parece que un chaval joven no se puede quedar a trabajar, que el viernes empieza la liga y el Cádiz juega contra el Zaragoza, que no sé si reciclar tiene sentido, que quiero ver torear a Juan Ortega, que hay sabores de helado por encima de nuestras posiblidades y que hace tiempo que no veo a mi abuela.
Y todo esto en diez minutos. Menos mal que al conductor no le ha dado por hacerme caso y seguir hacia adelante.