Llorando como Vinicius

Entonces vi al niño, el hijo del señor con la camiseta de Brasil.

Estoy un poco sensible últimamente. No sé por qué. No lloro con facilidad (la verdad es que no recuerdo la última vez que lloré a lágrima suelta), pero cada día me emociono con cosas más pequeñas y de una apariencia tan insignificante como la flor que sobrevive entre la maleza o la generosidad entre dos extraños en la calle. No son lágrimas lo que brotan, pero se me humedecen los ojos y una especie de fuerza me presiona el pecho, me hace suspirar. Es perturbador. Durante unos segundos siento que toda la mierda que acumulo ahí dentro está a punto de estallar y yo me rindo. Luego se me pasa. A lo mejor simplemente me he vuelto más sensible, y está bien. Creo. 

Lo que no es normal es que ayer casi me arranco a llorar mientras iba en el metro. Tenía que llegar a Chamartín desde Príncipe Pío, cuarenta minutos de trayecto. Estaba en mi mundo, escuchando a Philip Glass (lo juro) en los cascos y pensando en el trabajo. El vagón iba relativamente vacío, las señoras corrían a sentarse en los sitios libres y el resto de la gente  entraba y salía con normalidad. Así hasta que llegamos a la parada de Alonso Martínez. 

Empezó a subir un poco más de gente, y de repente, en Gregorio Marañon, el vagón estaba lleno. Yo estaba apretado contra la puerta de atrás, con dos mochilas al hombro. No entendía nada, así que levanté la cabeza y empecé a observar el panorama. ¿A dónde iba esa marabunta a las ocho y media de la tarde de un martes? Levanté la cabeza y me acordé. Era un señor negro y alto con la camiseta del equipo de Brasil. “¡Aaaah, el partido!”, pensé. En unas horas había un amistoso entre Brasil y España en el Bernabéu. Las noticias vendieron el encuentro como una especie de “partido contra el racismo”. 

Una señora que me bloqueaba la vista se apartó y entonces vi al niño, el hijo del señor con la camiseta de Brasil. Estaba con la cabeza apoyada sobre el pecho de su padre, era joven, de unos 14 años, alto, moreno. Pero tenía el cuerpo encogido, los hombros hacia abajo, la mirada perdida, asustada. Luego giré la cabeza y me di cuenta de que eran las únicas personas de color en todo el vagón. Eran los únicos que llevaban la camiseta de Brasil. Y me emocioné, el pecho me empezó a dar golpes y los ojos se me empañaron un poco. 

Me acordé de esa noticia que llevaba toda la semana escuchando sin prestarle demasiada atención: Vinicius está cansado de que le insulten en cada partido. En Brasil ya están seguros de que España es un país racista que odia a los negros y sobretodo a Vinicius, su estrella del momento. El otro día, en una rueda de prensa que el futbolista dio a periodistas brasileños y españoles como previa del partido, Vinicius se echó a llorar. No pudo controlarse. Siempre parece tan macarra en el campo, mete los goles que haga falta, le insultan, insulta, denuncia los insultos, nadie le hace caso, sigue jugando y marca otro gol para demostrar que él es mejor. Pero en algún momento se va a casa con su familia y entonces ahí, todo eso le pesa. Mucho más de lo que parecía. Me emocioné en aquel metro atestado de gente porque me di cuenta. La mirada de aquel chaval era de miedo, de extrañeza, de no saber si debía desconfiar de aquella gente con flequillo, banderita de España y abrigo de esos que llevaban los señores que iban de caza hace 40 años (y todavía). 

Estoy cansado, quiero dormirme. Cierro los ojos, y cuando estoy a punto de caer presa del sueño, me estalla un pensamiento: y si no soy yo el que se está volviendo más sensible, y si es el mundo el que se está volviendo cada vez más cruel, y si los seres humanos hemos perdido por completo la capacidad de reconocernos en el otro, y si nos estamos volviendo tan fríos y calculadores, tan extremadamente celosos de lo nuestro que los que no son como nosotros no pueden respirar tranquilos sin que las diferencias superficiales les afecten. La guerra de Gaza me afecta, la de Ucrania también, el documental de 20 días en Mariupol me ha revuelto las tripas, pero el tipo que recorre el metro pidiendo dinero también. Es brutal. Lo hemos normalizado, pero somos brutales. La gente no le ve. Es invisible. Es como si no existiera. O el empujón que se lleva la señora por no ir lo suficientemente rápido. No puedo más. Estamos esquizofrénicos. Espero que fuera bien el partido, porque ese chaval que iba en el metro no se merece vivir con miedo.

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Entonces vi al niño, el hijo del señor con la camiseta de Brasil.

Estoy un poco sensible últimamente. No sé por qué. No lloro con facilidad (la verdad es que no recuerdo la última vez que lloré a lágrima suelta), pero cada día me emociono con cosas más pequeñas y de una apariencia tan insignificante como la flor que sobrevive entre la maleza o la generosidad entre dos extraños en la calle. No son lágrimas lo que brotan, pero se me humedecen los ojos y una especie de fuerza me presiona el pecho, me hace suspirar. Es perturbador. Durante unos segundos siento que toda la mierda que acumulo ahí dentro está a punto de estallar y yo me rindo. Luego se me pasa. A lo mejor simplemente me he vuelto más sensible, y está bien. Creo. 

Lo que no es normal es que ayer casi me arranco a llorar mientras iba en el metro. Tenía que llegar a Chamartín desde Príncipe Pío, cuarenta minutos de trayecto. Estaba en mi mundo, escuchando a Philip Glass (lo juro) en los cascos y pensando en el trabajo. El vagón iba relativamente vacío, las señoras corrían a sentarse en los sitios libres y el resto de la gente  entraba y salía con normalidad. Así hasta que llegamos a la parada de Alonso Martínez. 

Empezó a subir un poco más de gente, y de repente, en Gregorio Marañon, el vagón estaba lleno. Yo estaba apretado contra la puerta de atrás, con dos mochilas al hombro. No entendía nada, así que levanté la cabeza y empecé a observar el panorama. ¿A dónde iba esa marabunta a las ocho y media de la tarde de un martes? Levanté la cabeza y me acordé. Era un señor negro y alto con la camiseta del equipo de Brasil. “¡Aaaah, el partido!”, pensé. En unas horas había un amistoso entre Brasil y España en el Bernabéu. Las noticias vendieron el encuentro como una especie de “partido contra el racismo”. 

Una señora que me bloqueaba la vista se apartó y entonces vi al niño, el hijo del señor con la camiseta de Brasil. Estaba con la cabeza apoyada sobre el pecho de su padre, era joven, de unos 14 años, alto, moreno. Pero tenía el cuerpo encogido, los hombros hacia abajo, la mirada perdida, asustada. Luego giré la cabeza y me di cuenta de que eran las únicas personas de color en todo el vagón. Eran los únicos que llevaban la camiseta de Brasil. Y me emocioné, el pecho me empezó a dar golpes y los ojos se me empañaron un poco. 

Me acordé de esa noticia que llevaba toda la semana escuchando sin prestarle demasiada atención: Vinicius está cansado de que le insulten en cada partido. En Brasil ya están seguros de que España es un país racista que odia a los negros y sobretodo a Vinicius, su estrella del momento. El otro día, en una rueda de prensa que el futbolista dio a periodistas brasileños y españoles como previa del partido, Vinicius se echó a llorar. No pudo controlarse. Siempre parece tan macarra en el campo, mete los goles que haga falta, le insultan, insulta, denuncia los insultos, nadie le hace caso, sigue jugando y marca otro gol para demostrar que él es mejor. Pero en algún momento se va a casa con su familia y entonces ahí, todo eso le pesa. Mucho más de lo que parecía. Me emocioné en aquel metro atestado de gente porque me di cuenta. La mirada de aquel chaval era de miedo, de extrañeza, de no saber si debía desconfiar de aquella gente con flequillo, banderita de España y abrigo de esos que llevaban los señores que iban de caza hace 40 años (y todavía). 

Estoy cansado, quiero dormirme. Cierro los ojos, y cuando estoy a punto de caer presa del sueño, me estalla un pensamiento: y si no soy yo el que se está volviendo más sensible, y si es el mundo el que se está volviendo cada vez más cruel, y si los seres humanos hemos perdido por completo la capacidad de reconocernos en el otro, y si nos estamos volviendo tan fríos y calculadores, tan extremadamente celosos de lo nuestro que los que no son como nosotros no pueden respirar tranquilos sin que las diferencias superficiales les afecten. La guerra de Gaza me afecta, la de Ucrania también, el documental de 20 días en Mariupol me ha revuelto las tripas, pero el tipo que recorre el metro pidiendo dinero también. Es brutal. Lo hemos normalizado, pero somos brutales. La gente no le ve. Es invisible. Es como si no existiera. O el empujón que se lleva la señora por no ir lo suficientemente rápido. No puedo más. Estamos esquizofrénicos. Espero que fuera bien el partido, porque ese chaval que iba en el metro no se merece vivir con miedo.

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