He estado metida en asuntos. Limpiando algunos culos, haciendo salmón para cenar. Pluriempleada aunque solo uno de mis trabajos figure mensualmente en la seguridad social.
No me apetece escribir. No me gusta el plátano. El ruido que hace la mesa del salón cada vez me sienta peor. El chándal que llevo puesto huele a humedad y es vomitivo. Le debo dinero a mi terapeuta, al casero y a Naturgy. Ya voy por el tercer paquete de galletas. Iría por el cuarto pero ya no me quedan. Hoy eché unas canastas en el barrio, parmesano al risotto. La siesta.
Cumplí 26. Bajé al bar a desayunar. Cuando se acercó la camarera me dio vergüenza pedir dos de pantumaca, dos lattes, y una cookie. No estaba mal pero el catalano-anglicismo salió caro. Nadia me regaló un fotolibro al que tituló: “Un paseo”. De pronto enrojeció.
“Estás roja”. Le dije.
“Ya”. Contestó. Después tramitamos su baja laboral.
Yo le preguntaba a Nadia si me había comprado una moto. Una Kymco de 125, de segunda mano. Gris, desgastada, con el simbolito de la gasolina ya borrado. Para nunca repostar. “Con una batería de esas electrónicas portátiles también me basta". Le decía. Quería aprenderme una de Carolina Durante. Ba dum ba dum ba dum tss tss tss. Y reventar los platillos de plástico como una estrella del rock.
“Tienes unos sueños tan grandes, cariño mío, que no caben en el salón”. Me contestó aquel día.
Al salir del centro de salud le dieron la baja. Fuimos a la iglesia que nos queda al lado de casa. Somos católicas no practicantes. Tenemos fe en la salud, el amor y el dinero. Al entrar una de las dos introduce el dedo índice en la pila de Agua Bendita. Le dibuja una cruz en la frente de la otra. Es como reiniciar misión. 0 estrellas en el GTA. Limpias. “Paloma ve y confiésate”. Me dijo. Y yo, que mi último recuerdo de confesión data el año 2010, entré al confesionario.
El cura, que tenía las gafas iluminadas, aprovechó para mandar los últimos wasaps. Me preguntó si alguna vez me había confesado. Yo le dije que sí, que claro, en 2010, días antes de mi comunión. Yo nunca digo tacos. La única vez que dije “cabrón” mi madre me lavó la boca con un estropajo, el verde amable no, el gris. El nanas. Mentí a mis 26 como mentí a mis 10.
También empecé una nueva terapia. Mi psicóloga dice que tengo potencial pero aspectos frágiles. Cuando dejo su consulta se me funden las caras con las farolas encendidas. Sigo pensando que será un tumor cerebral, o que, como Andrea Bocelli, podré quedarme ciega de un momento a otro. Estoy medio tranquila, tengo médico nuevo asignado en mi centro de salud. Se llama Ramiro y si te duele el oído comprueba que no estés embarazada. Nos llevamos bien. Le gusta su trabajo y a mí me gusta curarme. Aunque mis dolencias en su mayoría no sean físicas.
Tengo buena intuición. Eso lo dice también mi psicóloga. Cuando salgo de casa sé que la bicicleta de la estación no va a funcionar. Soy una buena actriz, la mejor en la dramaturgia del querer. Me conozco los atajos y los ejecuto. No me fío de la poesía del patio de luces ni de las vecinas que reciclan piropos. Me fío de mis amigas, a las que al sonreír no les reconoce el Face ID.
Salí a cenar. Hablamos de tetas y de hombres. Y de las historias que juntos cuentan.
En verano no me las tapaba. Nunca. No me gustaban los bikinis en forma de triángulo, los que se deshacían con el roce y con el sol. Un artículo casi retorcido, decorado con corazones, flores o algas de mar. Hechos para recubrir un pezón del tamaño de una pepita. Cuando llegaba el chico que le gustaba a mi madre para mí, me escondía debajo de la sombrilla, haciendo de mis tetas y mis chichas un batiburrillo de vergüenza.
Cuando me fui haciendo mayor me las sujetaba al bajar las escaleras de casa. Cuando me daban un codazo imaginaba que así se sentiría una patada en los huevos. Por mis tetas pensé que moriría. Mis glándulas mamarias estaban hinchadas como pelotas de tenis. El padre de un chaval de mi clase me las palpó en un reconocimiento médico. Mientras tomaba el sol dos hombres me ofrecieron dinero a cambio de una foto. Otro se hizo una paja en un pantano.
Tenía una amiga que me acompañaba a hacer pis siempre que salíamos de fiesta. Nos poníamos una al lado de la otra, frente al espejo, y nos levantábamos la camiseta. Comparábamos tamaño, textura, agarre, color de pezones. Si teníamos algún pelo. Nos poníamos de perfil para comprobar el peso de la gravedad, a ver quién tenía las tetas más caídas. Nos las apretujábamos contra el pecho para imitar a Elizabeth Swann. Nunca competíamos. No había tetas mejores ni peores.
Si buscas en Google podrás encontrar: tetas ricas, tetonas, tetinhas, mamas, melones, pucheras, teteros, kikas, senos, tetas. En Twitter hombres calvos pidiendo “presionar tetas hasta que saquen leche y empezar a chuparlas a pelo hasta que queden caídas”. Si buscas en Youtube: Tata Golosa - Los Micrófonos.
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También valen mucho dinero y esfuerzo las tetas. Los tops, los bandeau, los sujetadores con relleno, sin relleno, la lencería “sexy”, según dicen. Las reducciones de pecho, los aumentos, lo que pasa después de enfermar. La propia cultura. La pérdida de identidad. El hallazgo de la misma. Frotar los pezones antes de salir de casa para que se vean bien. Caminar encogida para disimular, recta para simular. Querer cortártelas de cuajo. Ser una puta en quinto de primaria por tener las tetas grandes. Ser una frígida por tenerlas pequeñas.
De todas las historias que cuentan mis tetas. Hay una muy clara y repetitiva:
Hombres. A tantos hombres les he dado el pecho. A tantos y tan necios. Cuando la tristeza recubre sus caras, reposan la cabeza donde late el corazón de una mujer. En el seno del querer y del deseo. Sea lo que sea, como sea, este pesar común termina en el mismo lugar, con la melancolía del que no conoce otra manera de vivir que la de no ser un completo necio.
Desde los antiguos tiempos de la tristeza y la enfermedad, no he conocido a hombre capaz de no dormitar en la idea de unos pechos dispuestos. Estrujar unos pezones en búsqueda de placer y autoridad sobre una mujer, que ante la melancolía, busca otros pechos. Unos cercanos y familiares. Unos ya palpados anteriormente.
Mientras tanto, seguiré frotando mis pezones antes de partir, allá a donde vaya. Y no por vosotros, canallas, mirones de pechos peludos y tristes cabelleras.