(Esta reseña desvela algunos elementos de la trama de «Los Años Nuevos»)
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¡Opiniones! ¡Opiniones divididas, ríos de tinta, tsunamis de saliva! En lo único que todo el mundo parece estar de acuerdo: «nada es casual en Los Años Nuevos: Sorogoyen, Sara Cano y Paula Fabra no dejan ninguna decisión al azar, casi a la manera perfeccionista de Kubrick, y cada detalle de la serie alberga una intención». En ese caso, ¿cuál es la idea detrás de subrayar que —en el último capítulo, tras varios días de folleteo, audios de whatsapp (!) y enclaustramiento en una habitación de hotel—, sea entonces cuando nuestra Ana, en lugar de darse una reparadora duchita, decida que es suficiente con aplicarse un poco del desodorante de Óscar, antes de dirigirse al aeropuerto a recoger a su hijo y al padre de su hijo?
Dado que todos aceptamos que este detalle (y otros que ahora repasaremos) es realmente buscado —sea original del guión o de los actores, ya pertenece a la obra— y que también podremos convenir en que dicha praxis sobaquil es poco higiénica, entonces no queda otra que admitir que su razón de ser es aportar al objetivo último de la serie. Esto significa hacerla, según van avanzando los episodios, asfixiante y laberíntica. Fea. Convertirla en una desagradable trampa, una que huele a cerrado.
Pero esta trampa, como todas las de su clase, tiene un comienzo apetecible y esperanzador. El primer capítulo ostenta la frescura del impacto inicial, el nuestro con la serie y el de los protagonistas entre ellos. A todos nos enganchó la naturalísima manera de filmar el coqueteo y después el sexo, como si el tiempo fuera real y no cinematográfico; esos cientos de segundos en los que ella mira al techo mientras él corre a por un condón, los breves ruiditos y el intercambio de camisetas para dormir luego. Lo precario del conjunto queda relegado por la ternura de la novedad. Tanto es así, que durante un tiempo lo perdonamos todo desde la arbitraria misericordia del cariño, ya sea el vergonzante episodio de los esquíes o la regular educación de la mesa familiar después, lanzando gritos, blandiendo tenedores como batutas y hablando mal de los ex de cada uno, no presentes allí para poder defenderse.
El artificio (el enamoramiento) se mantiene, más o menos, hasta el tercer o cuarto episodio. Es entonces cuando ya hemos conocido a familia y amigos y podemos empezar a ver alrededor de Ana y Óscar.
Por un lado, lo que era naturalidad se torna en antipatía porque, como se ha repetido bastante, los protagonistas están muy bien escritos e interpretados para caernos rematadamente mal. Con él, con Óscar, estamos ante un tridente triste-blandengue-desconfiado (suspicacia crónica que él atribuye exógenamente a un traumita infantil), mezclado con la bien traída y tan habitual superioridad moral de los que ejercen la medicina. Ella, Ana, es seguramente una niña entre algodones amante de dejar a la gente tirada porque todo lo que ella siente es Muy Importante (en el primer capítulo abandona a sus amigas de siempre —quienes habían ido a verla para celebrar su cumpleaños—, sin hacer amago de invitarlas al after al que ella se marcha, tremenda red flag que dejamos pasar por alto dado nuestro enamoramiento inicial), mezclado con una irritante indecisión crónica (el certerísimo detalle de que no se resuelva a dejar o no de fumar, y que guste de tener a todo el mundo pendiente de esa tontería). Lo de protagonistas desesperantes no es nuevo —pienso en El Rayo Verde u otras de Eric Rohmer— pero lo que sí es bastante original la decisión de no obsequiar con un arco pronunciado o una redención decente a este par de zoquetes sin igual.
Por el otro lado —como escuché a Sorogoyen decir en una entrevista— , el segundo factor de caída de la burra es que, en cuanto el enamoramiento cede un poco, se ve el mundo que los protagonistas tienen alrededor. Pero lo que Rodrigo omite es justamente donde ¡ataca! mi tesis de nuevo: existe una intención de caracterizar este mundo de alrededor como feo, mediocre y cutrón. Los escenarios no pueden ser más pesadillescos: after en la casa de unos ancianos recién muertos con sus lámparas de arañas en el techo y visillos todavía sobre los manteles, esos pisos alquilados sin apenas decoración ni luz natural (o peor aún, adornados con un póster de Nacho Vegas); estética general de regalos wallapop. Pero cuando viajan los lugares son igual de tétricos: el airbnb y los pasadizos y el Ródano sólo de refilón en Lyon, ese hostel gris y la cafetería ídem por defecto berlinesa, previo paso por la Karl Marx Allee y calles secundarias llenas de vallas de obra. Pero es que cuando vuelven a Madrid se ven en bares con alicatado de los 50 y tragaperras, visitan a su amigo a una horrible clínica de desintoxicación en la sierra (aquí ya lo explicitan del todo, cuando el amigo les lleva a ver las vistas y se nos concede por primera vez en toda la serie un plano de un paisaje, sólo para que este sea anodino, gris y mediocre a rabiar). Todo ello, aunque sé que esto es más opinable, está aderezado con música del atroz club de los hombres-indies más depresivos de los 2010s de España. Constantemente, me da la sensación de que agarran el subrayador de lo deprimente y lo desesperanzado y pintan la serie entera de Ferreiros y Mcenroes y Vetusta Morlas porque saben perfectamente cómo juguetear con las referencias de su público potencial. Saben como tender la trampa.
Es por todo esto que me costó tanto avanzar en la serie, adentrarme en una experiencia que se parecía cada vez más a una pesadilla. A partir del desastre de Berlín, todo deviene en feo y aterrador, un bucle infinito del que los personajes se resisten a escapar, para desesperación de cualquier espectador en sus cabales. Sólo ahora, que han pasado unos días también oscuros y post navideños en los que he escuchado las reacciones de ciertas personas, creo haberle encontrado el impecable sentido artístico a Los Años Nuevos.
Porque la serie no es sino un sumidero emocional al que se accede como acceden las centollas a las nasas: se empieza investigando por curiosidad en un after y cuando te quieres dar cuenta es imposible encontrar la salida. Que sea fea, que los protagonistas no nos caigan bien y muestren sus cutreríos* generacionales**, que el humor no comparezca, que se empeñen en rodar Lyon, Berlín y sobre todo Madrid*** (!) como agujeros sin alma. Todo está pensado para poner a prueba al espectador y enfrentarle a la siguiente pregunta: cuánta mierda alrededor estarías dispuesto a ignorar, cuántos años y canas nuevas dejarías pasar, cuántos amigos caer, familiares morir e incluso recién nacidos dejar de priorizar —en definitiva—, hasta cuando te consentirías comportarte como una persona de mierda, de espaldas a los demás y a la belleza****, todo por aferrarte a la remota posibilidad de reencontrarte con aquel chispazo que una vez sentiste como amor.
Por eso, la interpretación del final de la serie se va a convertir en una prueba de fuego del carácter, un test de Turing de la ornitología sentimental que cada español/a maneje en su cabeza. Quizá te parece precioso y esperanzador, si querrías que se arriesgaran a dañarse otra vez, porque el amor es conflicto pero quizá ya han madurado y en realidad se quieren y qué les ha pasado si no ha pasado nada. O si, más bien al contrario, te da la sensación de que están atrapados en un bucle kafkiano y feo, en el que siempre es de noche, hace falta ventilar e irse en busca de algo de ligereza cotidiana, de un paisaje bonito y de un sentido del humor que por favor no incluya el horroroso chiste de la sierra de Madrid. De que deberían dejarse en paz el uno al otro y, sobre todo, dejarnos en paz a nosotros.
En cualquier caso, la posibilidad***** de que este debate sobre El Final de Los Años Nuevos se establezca como un estándar de conversación entre amigos o primera cita bumble es una demostración irrefutable del mérito o, al menos, de la utilidad social de la serie de Sorogoyen, Cano y Fabra.
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* Aquí hay una cosa con la que no estoy de acuerdo en absoluto y es con la simplificación maniquea que continuamente se hace al equiparar no tener mucha pasta con carecer de sentido del gusto o de la higiene. El ejemplo más claro es el mencionado de no darse una duchita en el hotel tras horas de sexo, pero otro*.i que me hizo saltar del sofá es el de la habitación de Berlín. Vale que pilléis un hotel económico, pero si llegas y hay dos camas individuales en lugar de la doble que reservaste, vas y te quejas en recepción. Una cosa es ser precario y otra es ser idiota y complaciente. Pues nada: cero quejas, pajilla sin quitarse la ropa, y a dar una vuelta en bici que nos vamos.
*.i Otro más es el momento wallapop. Joder, si quieres que no te regateen, ve a una tienda, pilla unos esquíes de segunda mano o dale a Decathlon a precio competitivo. Pero si compareces con tu novio en moto a ver al fulano, te puede pasar que el tipo, estratega, detecte el percal y te quiera negociar el precio al alza. Pero aún encima no te enfades, encaja el golpe.
**He leído también a opinadores-brocha-gorda decir que la serie retrata a una generación, o incluso a una posición ideológica. Dos consideraciones se me ocurren: una, lo grosero que es meter semejante número de personas en el mismo saco emocional, pues tristes hay en todas las edades y países y profesiones y merendolas y, dos, la convicción de que el los paisajes y la fealdad y mediocridad que muestra Sorogoyen no son por culpa de haberles tocado vivir esos Años Feos, sino que nos enseña un espejo, porque el paisaje depende de la voluntad con la que uno mire a su realidad. Y es una maravilla que el cine se preste a representar este efecto tan real de nuestra mirada.
*** Está feo comparar, pero mirad cómo tratan Jonás Trueba y Sorogoyen a la villa y corte. Por Dios. La escena del paseo en el primer episodio en la que Sorogoyen decide hacerles recorrer: un muro desnudo.
**** Sobre los destrozos en nombre del amor trata un libro entero, bastante competente, llamado Los Enamoramientos.
***** Tal y como ocurre con la interpretación de la última secuencia de El Graduadoi, película que comparte tesis de personajes a media cocción como protagonistas, y que por tanto comparte trampa con Los Años Nuevos.
*****.i De manera nada casual, este final se menciona en la película 500 días juntos, film en que sí que resulta un pelín más fácil desenmascarar al protagonista como un perfecto gilipollas.