El otro día vi a dos señoras en la calle comparando el tamaño de sus bíceps colganderos. Qué momento, pensé. El verano en Madrid es extraño y atonta a la gente. Yo no puedo parar de pensar en Faulkner y en una anotación que tengo guardada en un papelito. Ha sobrevivido a las sucesivas cribas que hago cada semana. En esos papeles apunto de todo, desde la lista de la compra hasta un pensamiento malvado que me ataca mientras estoy trabajando. Si no lo escupo, se me queda enquistado.
Mi yo de hace unos meses escribió: “William Faulkner me fascina porque nunca me entero de lo que dice”. Y luego: “Me sumerjo en sus libros como quien se adentra en una selva frondosa”. Escribí eso y seguí con mi vida, pero el pensamiento era imparable y acabé acordándome de Juan Rulfo, el único autor que me ha hecho sentir casi como Faulkner cuando estoy dentro de uno de sus libros: “Juan Rulfo me provoca la misma sensación. Sus libros son un galimatías de palabras sencillas que se vuelven extrañas cuando él las utiliza”. Y aquí está el problema: “Aun así, aunque no entienda nada, no puedo escapar a sus personajes”, se me enrollan al cuello como una serpiente, primero suavemente y luego fuerte, hasta que ya no puedo respirar.
Sigue mi razonamiento: “Hay muchos escritores que intentan hacer eso (yo). Casi ninguno lo consigue, porque para conquistar al lector con esa prosa tan espesa como el puré (no se ve lo que hay en el fondo del plato) tiene que haber algo poderoso que lo sustente, alguna verdad que no se expresa nunca, pero que está ahí y que vertebra la historia”.
Esto lo cuento porque el otro día pensé que, en realidad, esos libros son como la vida, un galimatías imposible de descifrar. Hay una verdad, una tragedia original, que lo vertebra todo, pero que nos elude como en las novelas de Faulkner. Por eso no podemos despegarnos de sus libros (ni de la vida), porque nos dan lo justo y necesario para no perdernos en la confusión que nos rodea. Y ya no voy a analizar más esto porque no merece la pena.
Hace calor en la terraza y todavía son las 10 de la mañana. Es jueves 25 de julio. Es fiesta en Madrid y la ciudad parece un fantasma desnudo. Necesito salir de aquí. Estoy harto de leer artículos sobre el verano y la gente yéndose a la playa. Mi compañero de piso S. ha salido a la terraza a desayunar y lo primero que ha dicho ha sido: “Este es probablemente el peor verano de mi historia”. Se tiene que quedar aquí porque mañana tiene que trabajar. Yo le he dicho, sin mucho convencimiento: “¡Basta! Tenemos que sobreponernos, compañero, todo está en nuestra mente. Seguro que si lo pensamos mucho podemos ser felices”.
Luego me he sentado en la silla rescatada de la basura, me he tomado un café, fumado un cigarrillo y contemplado el silencio de una ciudad que parece vacía, muerta. Hasta los pájaros se han ido a algún lugar más cálido. Ni se les escucha. Tampoco corre ni una pizca de viento. Los árboles parecen esculturas de plástico y las gaviotas solo vuelan en mi imaginación.
Faulkner es esto, digo yo.Es la señora comparando bíceps con su amiga y hablando (imagino) de la crueldad del tiempo, que machaca nuestros cuerpos hasta dejarlos flácidos y caídos, como si nuestra piel buscara la tierra ya desde mucho antes de la muerte. Qué tristeza más tonta me acaba de entrar. Pero bueno, como dice Luz Sánchez Mellado en su última columna: “Paso olímpicamente”.