Pienso muchas veces en las veces que he estado cerca de morir. Tengo doce años y estoy con mi hermana en Mónsul, en Cabo de Gata, cuando la corriente nos arrastra tan lejos de la playa que tenemos que nadar hasta los acantilados y regresar encaramados a las rocas, entre los embistes de las olas. Tengo dieciocho años y estoy considerablemente intoxicado cuando me pongo a 160 km/h por una larga y estrecha calle recta que atraviesa mi pueblo, una madrugada de junio, persiguiendo el chute de la adrenalina. Tengo veintiún años cuando tres caballos salvajes del tamaño de tres furgonetas se dirigen hacia mí a todo galope.
Estaba de visita en Puerto Rico y me había acercado a pasar el día a la isla de Vieques. Allí el paisaje selvático se fundía con la playa, unos pocos edificios brotaban entre la maleza, apenas había caminos, ni turistas, y los caballos salvajes paseaban tranquilos por la arena. Hacía un calor húmedo abrasador. Me escondí tras unos arbustos para cambiarme el bañador. En unos segundos, el cielo se oscureció y bramó enfurecido. Las tormentas tropicales son repentinas y violentas, no las ves venir y se van tan rápido como llegan. Los truenos debieron asustar a los caballos. Me fijé que tres de ellos galopan desbocados hacia mí. Tres majestuosas bestias se acercaban a toda velocidad, como tres misiles de carne desatada. Con el bañador por los tobillos, asumí que no había escapatoria. Me quedé paralizado. En el último momento, los caballos cambiaron de trayectoria y me esquivaron.
Dicen que las experiencias cercanas a la muerte te obsequian con una clarividencia especial, que ves pasar tu vida por delante o que tienes algún tipo de revelación religiosa. A mí no me pasó nada de eso. Nadando con mi hermana en Mónsul, creo que entré en un modo de supervivencia que apartó de mi cabeza y de mi cuerpo cualquier función que no tuviera que ver inmediatamente con salvar mi vida. Sé a ciencia cierta que no era consciente de lo que hacía cuando hacía rallies con el coche borracho por mi pueblo, y no recuerdo qué pensé de los caballos salvajes. Realmente, no sé hasta qué punto estuve cerca de perder la vida en ninguna de estas ocasiones. Son episodios que he pensado en retrospectiva, que he reconstruido en mi mente, y en los que me he contado a mí mismo que quizás estuve cerca de no contarlo.
Me interesa la muerte, pero creo que no necesariamente como le interesa a la mayoría de la gente. Tengo una obsesión inquietante con los asesinos en serie, el terrorismo y las masacres, pero esa es otra historia. En lo que concierne a la muerte personal, siempre he pensado que es una preocupación típicamente infantil, y me parece un gran ejemplo de qué queremos decir cuando decimos que nuestra cultura es mayormente burguesa. Si hay, como yo defiendo, una sobrerrepresentación del miedo a la muerte invidual en nuestro canon, es porque los productores culturales han sido generalmente personas que no conocían muchas preocupaciones mundanas, como no llegar a fin de mes o perder el autobús. Cuando nada es un problema real, la muerte personal se aparece como la amenaza definitiva, insuperable.
No quiero sonar arrogante, a mí también me da miedo morir. Pero por lo general no me tomo tan en serio a mí mismo. La fijación por la propia muerte me suele resultar cansina y narcisista, como le pasa al personaje que interpreta Brendan Gleeson en Las almas de Ineshiren (2022), que está tan obsesionado con su muerte y su legado que se niega a diluir su preciado tiempo compartiéndolo con los demás. Todos hemos conocido un pelma así y claramente es mejor tener a un burro enano como amigo.
Me interesa la muerte porque me interesa la idea de un buen final. Puede que esta sea otra forma de egolatría, puede que ver tantas pelis y series me haya podrido el cerebro. La cuestión es que me gusta demasiado pensar en las cosas que pasan en términos de buenas o malas historias. Me obsesiona el poder que cualquier evento obtiene cuando forma parte de una buena narrativa. Me fascina cuando una persona resulta ser, además, un buen personaje.
Pienso muchas veces en las veces que he estado cerca de morir porque me entretiene pensar cómo hubiesen funcionado como el final de mi historia. Creo que, por lo general, mi vida es errática, redundante y aburrida. Típico arco de modernito de izquierdas con un título de letras, precario trabajador cultural, resentido del amor con ínfulas de escritor, depresivo ocasional, fumador crónico de cannabis. Un tópico con patas perdido en la búsqueda vana de su anagnórisis, que nunca llega. Hemos visto esta peli unas doscientas veces, aproximadamente. Pero lo más importante de una película es el sabor de boca que te queda al salir del cine. Una buena conclusión puede darle un sentido deslumbrante a una historia con exceso de clichés y con problemas de coherencia y ritmo. Por eso es importante cómo uno se marcha.
Morir en Mónsul hubiese sido un final muy cinematográfico. Esta característica playa almeriense ha sido el escenario de muchas películas de Hollywood. Hubiese sido una muerte trágica, a las puertas de la adolescencia. Si hubiese muerto estampándome borracho con el coche hubiese sido una muerte absurda, deleznable. A mi familia le hubiese dado vergüenza admitir públicamente las razones de mi muerte, y con razón. Habría sido el villano de mi propia vida, arrancándomela a mí mismo demasiado pronto, y por gilipollas. De todas las experiencias cercanas a la muerte que creo que he tenido, pienso que morir arrollado por los caballos salvajes de Vieques hubiese sido, sin lugar a dudas, la más épica.
Sería necesario obviar algunos detalles. Por ejemplo, que me pillaron con el culo al aire y el bañador por los tobillos. O el aspecto presumiblemente grotesco con el que habría quedado mi cuerpo. Pero morir arrollado por tres caballos desbocados en una paradisíaca isla del Caribe, rodeado por una tormenta tropical, me parece una muerte noble, fabulosa, feroz. Un poco ridícula, lo justo, innegablemente inusual y sin duda interesante de contar. Hubiese muerto a los veintiún años, claramente en mi peak, lo suficientemente joven como para no haberme tenido que preguntar en serio qué pretendía hacer con mi vida. Porque, claro, luego resulta que la vida es una cosa mucho más abigarrada y contradictoria que una historia, no digamos que una buena historia. No soy ingenuo, sé que la vida no tiene trama discernible y que las personas son cosas mucho más complicadas (y ricas) que los personajes. Y me alegro de no estar muerto todavía.
Pero no hay nada en este mundo que me guste más que una buena historia, y no hay nada mejor para una historia que un buen final. Y me gusta mucho pensar en aquellos caballos salvajes y en que, sin duda, puestos a elegir, hubiese sido una forma fantástica de irse.
PD: A los pocos años pusieron un badén en mitad de aquella larga y estrecha calle, que ahora es una calle a prueba de gilipollas.