Las pasadas Navidades, con ánimo de de preservar las tradiciones, cumplí con aquella que quizá sea la más sagrada de cualquier devoto del cine palomitero y de acción: proceder a revisar la trilogía de Jungla de Cristal. De paso también me atreví con el visionado de la cuarta y la quinta, más que continuaciones al uso una especie de anexo contractual. La parte en la que se incorpora la letra pequeña para que esa sonrisa que se te pintaba con las condiciones iniciales del contrato terminen tornando en una expresión neutra e incluso en una mueca de disgusto o dolor. No obstante admito que podrían haber sido mucho peores de lo que terminaron siendo; al final quedaron dos películas por ahí despendoladas al margen de lo que supone el Corpus sagrado de Jungla de Cristal pero que te pueden alegrar una tarde tonta a falta de otra cosa que ver.
De Jungla de Cristal (la trilogía) se ha escrito muchísimo y a estas alturas no voy a descubrir nada nuevo. De Bruce Willis en modo carisma inigualable en esa etapa de oro suya cuasi paralela a la magnífica, sublime serie Luz De Luna*, pues otro tanto de lo mismo: el espectador llega a una identificación cuasi simbiótica con su personaje porque le llueven hostias hasta desde el fuera de plano y dichas leches duelen, sí, pero tiene una serie de problemas de índole sentimental y doméstica que escuecen todavía más que las palizas que se come y estrechan y afianzan esos lazos con el espectador a unos niveles sin parangón en el cine de acción. Verbigracia: el dolorosísimo momento en el que John McClane descubre que su todavía esposa igual no va muy en sintonía con él en cuanto a prolongar el matrimonio por aquello de haber recuperado su apellido de soltera. Esa medio sonrisa ante el portero, ¿eh? Si hubiese una atención primaria del dolor psíquico y una posibilidad de ofrecer un diagnóstico claro en función de las expresiones de la gente, en ese momento, el portero de la Torre Nakatomi tendría que desfibrilar a McClane porque está en el equivalente a un paro cardíaco.
Jungla de Cristal 4 y Jungla de Cristal 5, ya que estamos, las despacho rápido porque su principal problema es la gran virtud de la sagrada trilogía: son películas competentes, que incluso se toman la molestia de mimetizar el estilo del director John McTiernan con sus paneos panorámicos en los planos de Nueva York de La Jungla 3 (lo cual es un detalle que denota una sana intención de continuidad formal para con los devotos de la saga), con unas secuencias de acción imaginativas sin llegar a la autoparodia -por mucho que se les haya criticado esa tendencia al exceso, a la hipérbole, son concordantes con las que desarrolla Renny Harlin en la segunda entrega y en prácticamente toda su filmografía como director- y hasta la cuarta tiene un comienzo excepcional en cuanto a ese tocar fondo que le presuponemos a John McClane luego del divorcio de su mujer: es un tarado más próximo al concepto yanqui de Vigilante (esto es, persona ultra conservadora amiga de que la ley y la justicia emanen de sus cojones toreros, el arquetipo que fijó Charles Bronson en la demencial saga Death Wish) que al de policía, un tarambana que espía a su hija y la sigue a donde sea que vaya e interviene decidiendo por ella cuestiones que no le ocupa a él dirimir. El problema es que el malo de la cuarta es un pringao jovencito, un hacker con pinta de auditor junior de alguna de las Big Four. Y el de la quinta un ruso que te dicen que el código del Tetris está a su nombre en patentes y te lo crees, pero de malo ya bastante menos.
No tengo nada contra la juventud ni contra las pintas de nadie: lo primero, como bien decía Jardiel Poncela, es un defecto que se termina pasando con la edad. Lo segundo ni se pasa ni prescribe, pero bueno, se mira para otro lado y ya está. Lo único que, cuando hablamos de contraponer a un tirillas hacker y a un ruso cualquiera con las referencias previas, es decir, con Alan Rickman, Franco Nero y Jeremy Irons, se te cae el mundo encima y se desactiva la suspensión de la incredulidad. Los malos que interpretan cada uno de ellos en sus respectivas películas funcionan porque controlan la situación en todo momento con una parsimonia que sólo se desestabiliza con la cabezonería de Bruce Willis, se tiene en las tres películas sin excepción a un malo comandando a una serie de maleantes en pos de una secuencia de acciones que tienden a un objetivo concreto desde el orden y la precisión enfrentados a un gañán con el que no se contaba y que se desplaza cual pollo sin cabeza (encima descalzo, no bien pertrechado contra el frío o con resaca) dentro de una situación vital que sólo cabe definir como caótica y tendente a un caos mayor si cabe. Es más, en las tres películas hay un primer tercio en el que el espectador no tiene muy claro si se le insta a identificarse con McClane o con quien comanda a la banda de criminales: se presenta siempre a estos llevando a cabo un plan organizado al milímetro y sólo se da un asidero identificativo claro cuando el malo principal, en la tesitura de si cumplir su amenaza o evidenciar es un farol, ejecuta sin miramientos a Takagi, hace que se estrelle un avión con doscientos pasajeros o detona una bomba en el metro de Nueva York. Ahí el espectador se ve forzado a ir con ese despojo que es McClane, que ejerce una paridad de fuerzas contra los malos en el sentido de que si estos se nos han presentado como el culmen del no dejar nada al azar, él, McClane, es la variable Evento Imprevisto que funciona a arreones que son un poco improvisación y un mucho constancia inquebrantable en dicha improvisación constante.
Digamos que si el malo de cada película de Jungla de Cristal es esa pareja que va a celebrar su boda (puesto que siempre hay un malo subalterno en cada una de las pelis de la trilogía con cierto poder de decisión y escaso temple respecto al que acredita mostrar el malo principal), esto es, dos personas en la culminación de un evento calculado y medido al detalle en todo cuanto quepa anticipar, John McClane es esa tromba de agua que cae de forma no prevista en dicho día. Es la lucha de lo previsible y previsto contra lo imprevisible e inesperado. La celebración del caos, de lo no parametizable.
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*Recomiendo a quien no haya visto Luz De Luna a que proceda a ello de inmediato. Se encuentra entera en castellano en youtube y es un prodigio de aperturas en frío, rupturas ingeniosas de cuarto muro y de ingenio siempre al servicio de la serie, no de ingenio por el simple hecho de ser ingeniosa. Y de la capacidad de cabrear el personaje de Bruce Willis al de Cybill Shepherd se moldea en buena medida al John McClane que todos conocemos.