No entiendo qué son los Sonny Angels. Aparecieron de la nada, como presencias traviesas de otro mundo, encaramados en las fundas de los móviles, irrumpiendo en mi feed y las esquinas de mi campo de visión. ¿Qué eran esas cosas? Apenas unos bebés desnudos de aspecto ridículo que desafían toda utilidad y sentido del buen gusto. No he podido evitar sentirme paranoico y fuera de lugar, como un viejo cascarrabias. De pronto me veía como Clint Eastwood en su porche en Gran Torino, deseando disparar con su rifle cada Sonny Angel que me encontrase, desdeñando la degeneración moral de la juventud con la soberbia agresiva de Arturo Pérez-Reverte.
Margot me dijo hace poco que le obsesiona la pinza con forma de flor de Shein. Le fascina como algo tan simple, tan cotidiano, es capaz de apelar a una masa tan grande de sujetos, y le preocupa, le interesa, todo el sentido y el bagaje ideológico que puede contener algo aparentemente tan sencillo. Cuando cualquier cosa, cualquier producto o simple imagen, expande su diminuta presencia con la insidiosidad y potencia que hoy llamamos viralidad, lo hace, inevitablemente, a raíz de un universo enorme, contradictorio y vago de sentidos y actitudes que su objetualidad, ridícula y rudimentaria, captura por arte de magia. De ahí nace la incomprensión, también la paranoia: del terror genuino que nos genera el fetichismo, el hechizo sobrenatural de las mercancías que se aparecen como cosas extraordinariamente más complejas y poderosas que lo que su tosca materialidad deja entrever.
Subí un meme riéndome de los Sonny Angels, declarándome hater. Ana me respondió, con deportividad: “Deja en paz a las chavalas”. Me contó que había vendido algunos en la tienda de sus tíos, y que estaba harta de los novios y los amigos que se reían de las chicas que se los llevaban. Me llamó la atención sobre algo que se me había escapado y era como el universo afectivo del Sonny Angel estaba asentado, además de en lo juvenil, en lo femenino. En ese caso, que la correa de transmisión que hubiese definido mi sentimiento fuera el desdén frente al ridículo, tenía todavía más sentido. La condescendencia moralizante frente a la juventud, haciéndola aparecer como confundida o criminalmente ignorante, es una estrategia habitual para paliar la incomprensión y el miedo ante el cambio. Pero es cierto también que, gracias a nuestros instintos culturales, lo femenino es algo particularmente fácil de ridiculizar. Aunque sea por costumbre.
No sé muy bien cuál es el contenido ideológico que puede tener un Sonny Angel. Más bien, creo que el fetichismo consiste precisamente en cómo algo pasa más allá de lo que es, de su utilidad concreta para revelar el juego de posiciones en el que emplaza a los sujetos. Todavía más en el caso de algo, como un Sonny Angel, que más que declaradamente inútil, es incómodo, inquietante, absurdo. Mi posición como sujeto aquí es evidente, y no se me escapa, y es la ideología del desdén. El viejo cascarrabias es una posición cómoda, un refugio consecuente, para aquel que busca sentido y razón para afianzar una posición de superioridad que no puede explicar de forma genuina. Este es el triste y habitual destino de decenas de escritores y críticos culturales que, con la edad, descubren con pavor la brecha entre su incomprensión y desconexión con el presente y la posición de poder asentada en el capital simbólico y cultural que han acumulado durante años. La idea de la degeneración moral de lo que los críticos culturales no somos (es decir, jóvenes, pero también, habitualmente, mujeres) es simplemente una herramienta explicativa demasiado satisfactoria y demasiado a mano como para no usarla.
Supongo que, aunque no me lo plantease así, lo que pretendía hacer con el meme era aportar algo de autoconciencia irónica con esa pose de Clint Eastwood. Esa imagen, la de Arturo Pérez Reverte hablando de la “generación de cristal”, la del “viejo grita a una nube” de los Simpsons, ayuda a entender que esta posición retórica, más que nacer de ningún argumento genuino, refiere precisamente a lo que hace por nosotros. Nos tranquiliza, nos satisface, nos afianza en nuestras posiciones preestablecidas. Esto no quiere decir, por cierto, que la ideología sea algo diferente a la verdad. Lo suele ser, pero no es necesario. Creo que es cierto, diría que evidente, que los Sonny Angels son cosas profundamente inútiles y ridículas. Simplemente creo que eso no es lo importante. Lo relevante es el papel que la ridiculez y la inutilidad juega en nuestras vidas.
Yo disfruto, cada día, de miles de cosas absurdas. Me encantan las películas burdas de terror, el tarot y las tiendas de baratijas. Vivo en un cuarto diminuto, por el que pago un dineral, que está empapelado de tonterías. En algún momento creí que nada allí tenía sentido, pero ahora lo veo como una pequeña ofensa contra la normalidad. Lo veo como un gesto vano pero certero contra la más absurda y ridícula de las creencias que el mundo trata de hacerme tragar cada día, la de que esta existencia es digna y normal. Estamos sometidos, día a día, a un torrente asfixiante de imágenes y mercancías. En este contexto, en ocasiones, parece que las mayores tonterías, las más inútiles y desafiantes al buen gusto y a la razón, son las únicas capaces de capturar nuestra imaginación. Parece que, mientras se nos niega un mundo mejor, solo podría ser cruel castigarnos por buscar satisfacción, identidad y placer en los márgenes más estúpidos de un mundo estúpido, feo y malo. Siento si he ridiculizado a alguien con mi actitud de cascarrabias pero creo que, igual que me hace gracia lo ridículo que me siento en esa actitud, lo peor que podemos hacer con el ridículo es asumirlo en sus términos. Suficiente tenemos, vamos, como para no poder disfrutar de lo que disfrutamos sin el fantasma paranoico de la moralización.
Por eso creo que, en el fondo, quiero más cosas que no entiendo, quiero más cosas que me parezcan tontas e incomprensibles. También me dijo Margot que lo peor que le podría pasar de llegar a vieja sería dejar de entender el mundo, odiarlo. Me cuesta entender el mundo, me cuesta amarlo por momentos. Pero sí sé que, aunque sea por mera supervivencia, nunca dejaré de intentarlo.