Me recuerdas a mí cuando era gilipollas

La relación entre Federico Jiménez Losantos, Casatriste y la utilidad de los tatuajes.

Federico Jiménez Losantos

Federico Jiménez Losantos, insultador mayor del reino de España, nació un 15 de septiembre de 1951, sábado, en Orihuela del Tremedal, provincia de Teruel. Niño becado y empollón voraz, convencido comunista y amante de los jaleos políticos desde tierna edad, no se cayó exactamente del árbol del marxismo, sino que más bien lo dejaron atado a uno tras pegarle — miembros de Terra Lliure enfadados por un manifiesto anti inmersión lingüística catalana— un tiro en la engorrosa localización de la rodilla.

Pese a ese contratiempo, subió Fede la apuesta de su venenosa labor periodística, radiofónica y meteorológica, batiéndose durante décadas contra mil y un políticos —que vinieron y se fueron derrotados— mientras que él permanece todavía anclado a su trono de escarnio y megáfono.

Es inútil glosar todos sus certeros motesaquí podéis consultarlos—, pero me resisto a dejar de mencionar algunos de mis favoritos. Recuerdo, por ejemplo, a Patxi Nadie (Patxi López), El Niño Césped (atribuido con magia y poesía al defenestrado Errejón) o el deliciosamente valleinclanesco Don Vagancio (Mariano Rajoy). 

Sostengo, sin embargo, que la inigualable carrera insultadora del menudo faltón de Orihuela alcanzó su cénit durante un desayuno-coloquio —todo aquel que vive del BOE desayuna sin cesar— en el que charlaba con la periodista Ana Rosa Quintana. Estaba contando Fede diversas batallitas acerca de los mandobles que le había asestado a Pablo Iglesias en el pasado. Entonces, citándose a sí mismo, recordó cierto recado que le dejó una vez al casoplón-owner, a saber: «Me recuerdas a mí cuando era gilipollas».

Casatriste

Casatriste han publicado al fin su disco completo —compuesto de singles que han ido sacando estos años a cuentagotas— en la plataforma Spotify. Se llama Orgullos y Vergüenzas y lo editan Fikasound y Discos Garibaldi. 

El álbum es una especie de Postal Service a la selección española twittera underground, estandarte del más corrosivo humor. Pero, como es precisamente la corrosión lo que mejor define a este país, las canciones se convierten en un mosaico sociológico y en un sólido diagnóstico de esta auténtica jaula de grillos sureuropea en la que pagamos impuestos. Algunos ya han hablado de maravilla sobre el disco, así que no extenderé aquí.

Donde me interesa detenerme es en la canción titulada —sorpresa— Me recuerdas a mí cuando era gilipollas. En su condición de canción-himno, se articula como una carta de amor a dicha frase, insertándose en la muy noble tradición de temitas enamorados de un aforismo en concreto: Viajar no lleva a ningún sitio, Do you believe in life after love? (tan-tan-taan-tan), Take the skinheads bowling, Qué importa Kim Kardashian… fabuloso ramillete.

Para qué sirven los tatuajes

Hará cosa de tres años, cuando vivía en Berlín (la ciudad-pantano), un buen amigo me avisó de que un reputado tatuador valenciano iba a visitar la capital prusiana, en el marco de una suerte de tour europeo de la calcomanía. Mi amigo, tatuador aficionado él también, había agendado ya una cita para hacerse su enésimo dibujo corporal, y me instó a acompañarle y a iniciarme, por qué no, en el noble arte de pagar para que te pintarrajee la piel un desconocido.

Dudé durante días. Pensé si merecía la pena lo de tatuarse. Le di vueltas al significado estético, a si tiene sentido marcarse como una res con movidas guapas o, en cambio, se trata de un capricho superficial (epidérmico) y de dudoso gusto. Además, según la praxis del famoso tatuador itinerante, tenías que plantarte allí y decidir tu diseño en el acto, eligiendo entre los dibujos inéditos que él tuviera disponibles en su libreta – lo cual añadía todavía más incertidumbre a mi decisión.

Cuando ya faltaba poco para la cita, paseaba cierta tarde con una chica francesa, pisando la nieve derretida color colilla y esquivando los cadáveres de abetos que adornan Berlín durante el mes de enero. Aproveché para trasladarle mis decisivos tormentos, y ella me regaló la siguiente idea:

«Yo no le daría tantas vueltas. Hay dos opciones: una, que nunca madures, nunca cambies, y entonces no te aburras del tatuaje, lo cual deseo que no te pase; y, la segunda, que cuando te canses y te parezca ridículo, hortera o solemne, te des cuenta de que en un momento dado fuiste tan pringado para que plantarte ese mierdón en la piel te pareciera una magnífica idea. Con lo cual no te va a quedar más remedio que reírte un poco de ti mismo. Si no, siempre puedes borrarlo, pero te perderías estos momentos tan bonitos».

Eso era. Ese es el significado del tatuaje. El recordatorio de que uno mismo fue un idiota. Y, si en el pasado eras idiota y no te dabas cuenta—pues es imposible saberse tonto en el momento presente—, entonces lo más probable es que también lo estés siendo ahora mismo. El tatuaje se convierte, entonces, en una especie de cura contra el adanismo de la propia estima. En un antídoto contra las opiniones gotelé, darle consejos a nadie o tomarse las cosas demasiado en serio en general.

En el futuro, cuando me aburra de aquello que me dibujaron en la pierna derecha, siempre podré sonreír y decirle cariñoso al tatu, como en su día Federico a Pablo Iglesias: «Me recuerdas a mí cuando era gilipollas». Ahora, además, el cariño tiene banda sonora.

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Me recuerdas a mí cuando era gilipollas

La relación entre Federico Jiménez Losantos, Casatriste y la utilidad de los tatuajes.

Federico Jiménez Losantos

Federico Jiménez Losantos, insultador mayor del reino de España, nació un 15 de septiembre de 1951, sábado, en Orihuela del Tremedal, provincia de Teruel. Niño becado y empollón voraz, convencido comunista y amante de los jaleos políticos desde tierna edad, no se cayó exactamente del árbol del marxismo, sino que más bien lo dejaron atado a uno tras pegarle — miembros de Terra Lliure enfadados por un manifiesto anti inmersión lingüística catalana— un tiro en la engorrosa localización de la rodilla.

Pese a ese contratiempo, subió Fede la apuesta de su venenosa labor periodística, radiofónica y meteorológica, batiéndose durante décadas contra mil y un políticos —que vinieron y se fueron derrotados— mientras que él permanece todavía anclado a su trono de escarnio y megáfono.

Es inútil glosar todos sus certeros motesaquí podéis consultarlos—, pero me resisto a dejar de mencionar algunos de mis favoritos. Recuerdo, por ejemplo, a Patxi Nadie (Patxi López), El Niño Césped (atribuido con magia y poesía al defenestrado Errejón) o el deliciosamente valleinclanesco Don Vagancio (Mariano Rajoy). 

Sostengo, sin embargo, que la inigualable carrera insultadora del menudo faltón de Orihuela alcanzó su cénit durante un desayuno-coloquio —todo aquel que vive del BOE desayuna sin cesar— en el que charlaba con la periodista Ana Rosa Quintana. Estaba contando Fede diversas batallitas acerca de los mandobles que le había asestado a Pablo Iglesias en el pasado. Entonces, citándose a sí mismo, recordó cierto recado que le dejó una vez al casoplón-owner, a saber: «Me recuerdas a mí cuando era gilipollas».

Casatriste

Casatriste han publicado al fin su disco completo —compuesto de singles que han ido sacando estos años a cuentagotas— en la plataforma Spotify. Se llama Orgullos y Vergüenzas y lo editan Fikasound y Discos Garibaldi. 

El álbum es una especie de Postal Service a la selección española twittera underground, estandarte del más corrosivo humor. Pero, como es precisamente la corrosión lo que mejor define a este país, las canciones se convierten en un mosaico sociológico y en un sólido diagnóstico de esta auténtica jaula de grillos sureuropea en la que pagamos impuestos. Algunos ya han hablado de maravilla sobre el disco, así que no extenderé aquí.

Donde me interesa detenerme es en la canción titulada —sorpresa— Me recuerdas a mí cuando era gilipollas. En su condición de canción-himno, se articula como una carta de amor a dicha frase, insertándose en la muy noble tradición de temitas enamorados de un aforismo en concreto: Viajar no lleva a ningún sitio, Do you believe in life after love? (tan-tan-taan-tan), Take the skinheads bowling, Qué importa Kim Kardashian… fabuloso ramillete.

Para qué sirven los tatuajes

Hará cosa de tres años, cuando vivía en Berlín (la ciudad-pantano), un buen amigo me avisó de que un reputado tatuador valenciano iba a visitar la capital prusiana, en el marco de una suerte de tour europeo de la calcomanía. Mi amigo, tatuador aficionado él también, había agendado ya una cita para hacerse su enésimo dibujo corporal, y me instó a acompañarle y a iniciarme, por qué no, en el noble arte de pagar para que te pintarrajee la piel un desconocido.

Dudé durante días. Pensé si merecía la pena lo de tatuarse. Le di vueltas al significado estético, a si tiene sentido marcarse como una res con movidas guapas o, en cambio, se trata de un capricho superficial (epidérmico) y de dudoso gusto. Además, según la praxis del famoso tatuador itinerante, tenías que plantarte allí y decidir tu diseño en el acto, eligiendo entre los dibujos inéditos que él tuviera disponibles en su libreta – lo cual añadía todavía más incertidumbre a mi decisión.

Cuando ya faltaba poco para la cita, paseaba cierta tarde con una chica francesa, pisando la nieve derretida color colilla y esquivando los cadáveres de abetos que adornan Berlín durante el mes de enero. Aproveché para trasladarle mis decisivos tormentos, y ella me regaló la siguiente idea:

«Yo no le daría tantas vueltas. Hay dos opciones: una, que nunca madures, nunca cambies, y entonces no te aburras del tatuaje, lo cual deseo que no te pase; y, la segunda, que cuando te canses y te parezca ridículo, hortera o solemne, te des cuenta de que en un momento dado fuiste tan pringado para que plantarte ese mierdón en la piel te pareciera una magnífica idea. Con lo cual no te va a quedar más remedio que reírte un poco de ti mismo. Si no, siempre puedes borrarlo, pero te perderías estos momentos tan bonitos».

Eso era. Ese es el significado del tatuaje. El recordatorio de que uno mismo fue un idiota. Y, si en el pasado eras idiota y no te dabas cuenta—pues es imposible saberse tonto en el momento presente—, entonces lo más probable es que también lo estés siendo ahora mismo. El tatuaje se convierte, entonces, en una especie de cura contra el adanismo de la propia estima. En un antídoto contra las opiniones gotelé, darle consejos a nadie o tomarse las cosas demasiado en serio en general.

En el futuro, cuando me aburra de aquello que me dibujaron en la pierna derecha, siempre podré sonreír y decirle cariñoso al tatu, como en su día Federico a Pablo Iglesias: «Me recuerdas a mí cuando era gilipollas». Ahora, además, el cariño tiene banda sonora.

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