Me siento, me levanto

Me siento, me levanto, me vuelvo a sentar. Meto el dedo índice en un vaso con hielos para que se mezcle el agua fría con la caliente. Unas gotas se escapan furtivas en busca del caos. Había demasiada agua en el vaso. “Mierda”, pienso, y me río, porque no hay nada más ridículo que hacer el ridículo en la intimidad. En esas ocasiones, el sentimiento de soledad se acrecienta ante la ausencia de alguien que se ría abiertamente de tu incapacidad para remover el agua. Te conviertes en tu propio juez y verdugo. Tú decides cómo reaccionar ante una demostración plana y transparente de tu propia mediocridad. Yo decidí reírme. 

Eran las cuatro de la tarde de un viernes y hacía mucho calor en la mesa en la que estaba intentando trabajar. El ventilador que tenía a un palmo de la cara, a máxima potencia, no servía para frenar las gotas de sudor que salían de mis sobacos y resbalaban por mis costillas. Sentía que me estaba desangrando (o desaguando, mejor). Estaba solo en una casa demasiado grande porque mis compañeros de piso, amigos de una vida entera, se habían ido de vacaciones. Me invitaron a irme con ellos, me dijeron “vente, que aquí te vas a morir de calor, tienes que descansar, aunque seas autónomo”. 

Yo les conté que mi verdadero objetivo en la vida es no trabajar. Ahora mismo, sin embargo, no tengo dinero ni para tomarme unas vacaciones. Ni para tomarme una cerveza, si me apuras. Eso es lo que les dije y eso es lo que llevo diciendo estas últimas cuatro semanas, aunque solo sea una parte de la verdad. Pero la gente pregunta, y muchas veces la vida nos obliga a contar algo, a dar una explicación a un hecho difícil de comprender y de explicar. 

Así que tratamos de mentir lo menos posible y contamos algo que podría ser verdad, que casi es verdad, para apaciguar los ánimos de los que preguntan. Nunca suficiente, pero hay que vivir y después de un rato la gente se cansa. El objetivo de la media verdad es sencillo: guardarnos para nosotros la auténtica razón por la que hacemos las cosas, la verdad más íntima y llena de miedos infundados que guía nuestras acciones. 

Así que ahí estaba, viernes por la tarde, hace calor en Madrid, pongo dos hielos en un vaso, remuevo y el agua se me cae. Las gotas bajan por la superficie exterior del vaso hasta llegar al cuaderno que hay debajo. Sí. El vaso estaba sobre un cuaderno abierto lleno de garabatos. Las hojas, por un instante, parecen no mojarse. El papel —quizás porque no es papel— es incapaz de absorber el agua, que se queda flotando como si estuviera sobre una superficie de plástico. Yo me quedo mirándola un momento. 

Luego levantó el vaso y lo dejo sobre la mesa. Alargó la mano para alcanzar un trozo de papel de cocina y de nuevo, mala decisión. El ventilador, que está al máximo, levanta las hojas del cuaderno y lanza el agua sobre las teclas del ordenador. “No me jodas”, pienso mientras intento frenar el aleteo de las hojas con una mano y, con la otra, seco el agua que ha caído sobre el teclado. Esta vez ya no me río. Solo pienso: “Tengo que irme de vacaciones”. 

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