De la vida de Cleto Criado del Rey Machimbarrena, que hay que coger carrerilla para decirlo del tirón, puede que lo más normal sea el nombre. Ni sus aficiones, ni sus vicios ni mucho menos su actividad profesional entrarían dentro de lo aceptado como común. Su oficio es hacer feliz a la gente. Pero felices de verdad, no como frase vacía de contenido que cualquiera con cierto amor propio pueda apropiarse. Él comercia con la felicidad ajena. Así, con todo el peso de la literalidad. Cleto es piloto de globos. Y no uno cualquiera, no. Es uno de los mejores del mundo. Su habilidad con el aerostato le ha llevado a instalarse en Pokhara, Nepal, dedicándose a sobrevolar amaneceres en las faldas del Himalaya, en, según él mismo, uno de los espectáculos naturales más salvajes que cualquier ser humano puede contemplar jamás. Pero esta no es sólo la extraordinaria historia de un hombre excepcional. Esta es la historia de una reconciliación.
La vida de los Criado del Rey Machimbarrena quedó congelada para siempre el 23 de abril de 2004 en el tejado de un colegio en Santiago de Compostela. Diego, el patriarca de la familia, sufría un accidente al impactar la cesta de su globo con la chimenea del centro escolar, falleciendo en el acto junto a los dos pasajeros del vuelo. Cleto, el mayor de sus tres hijos, tenía diez años.
A su muerte, a Diego Criado del Rey ya le había dado tiempo a convertirse en toda una institución en el mundo de la aerostación española. Participó entre 1999 y 2000 en las expediciones que sobrevolaron por primera vez los Polos Norte y Sur, ostentaba por entonces el cargo de presidente de la Asociación Española de Pilotos y Globos y era el propietario de la empresa Globacción Aérea Comercial, desde la que impulsó este deporte en su Valladolid natal. A sus 36 años, Diego había conseguido el inusual logro de trascender en lo suyo, formándose a su alrededor una especie de literatura propia de las leyendas vivas que su temprano fallecimiento no hizo más que acrecentar.
Ni todos sus méritos impidieron que desde aquel 23 de abril la palabra “globo” fuese desterrada del diccionario de una familia rota y huérfana. A decir verdad, todo lo relacionado con los vuelos aerostáticos supuso una especie de tabú hasta hace bien poco. Especialmente para María, la viuda de Diego, y para Belén, su madre, quienes optaron por cortar drásticamente con todo lo relacionado con el accidente en sus respectivos procesos de duelo.
Si las mujeres de la casa encontraron en los globos un elemento a evitar, Cleto no acabó nunca de desprenderse del todo del cordón umbilical que le unía a su gran pasión de la infancia. Cada septiembre honraba la memoria de su padre con la competición impulsada por su tío Rodrigo, también piloto, y varios amigos de Diego, un festival a modo de homenaje al difunto que cada septiembre llena de colores el cielo vallisoletano coincidiendo con las fiestas patronales de la ciudad.
Su abuela Belén, en cambio, no recibía la vuelta del verano con tan buen talante. Aprovechaba esa semana de fiestas para huir de Valladolid, refugiándose de la algarada, de los globos y casi que hasta de su propia memoria en la casa de unos amigos en Zamora. Demasiados recuerdos, demasiado dolor.
Como en casi todas las historias de amor, y esta sin duda lo es, fueron necesarias la distancia y el tiempo para dar otra forma al recuerdo, para convertir en cotidianidad lo que sólo eran lágrimas, haciéndose de a poco a ello como uno se acaba haciendo al paisaje, con la convicción de que el duelo no se irá nunca del todo y que lo único que cambia es la forma de aproximarse a él. Porque sólo así uno puede ser libre de verdad para volver a enamorarse.
A Cleto la epifanía le llegó en California una década después del accidente. Concretamente en San Diego -ironías del destino-, donde cursaba el último curso de la carrera gracias a un Erasmus Mundus. Septiembre le pilló a pie cambiado, y con todo lo que la mudanza transoceánica había supuesto, ni reparó en que estas serían las primeras fiestas de su vida fuera de Valladolid, el primer año lejos de la competición. Llegó incluso a sorprenderse de su propia nostalgia durante aquel extraño elemento vertebrador del año, un dolor que sólo podía compararlo al de la faltar en casa por Navidad. La inesperada melancolía sobrevenida le ayudó a tomar la decisión que habría de jalonar su vida. En cuanto llegó a España lo comunicó.
- Mamá, yo quiero ser piloto de globos.
Y recibió una frase que se le quedó marcada.
- Tú sabrás. Pero te tiene que quedar una cosa clara. A tu padre le ayudé con todo, a ti no te voy a ayudar con nada.
Mal que bien, aceptó la ignorancia materna. Se sacó la licencia de piloto, echó horas y horas de vuelo y llegó a involucrar a familiares y amigos cuantos pudo, que, dado su envidiable - casi obsceno- don de gentes, no fueron pocos. Alguno de ellos incluso ejerce hoy de piloto gracias a su insistencia.
La satisfacción por los primeros pasos recorridos en su verdadera y adulta vocación convivía sin embargo con algunos remordimientos taladrando su conciencia. La pretendida indiferencia de su madre hacia su pasión, que ya había dejado de ser pasatiempo para convertirse en modo de vida, de ganarse la vida incluso, acabó por cristalizar la tarde más tonta. Harto de no ser preguntado nunca, de no recibir interés por lo que hacía, Cleto decidió rebelarse ante el poder de los recuerdos. Y así se lo dijo. Los globos eran su vida y lo seguirían siendo, y, le gustase o no, tenía que aceptar todo aquello.
María, la madre, lo acabó aceptando como sólo se aceptan estas cosas. Enfrentándose cara a cara a la situación que tanto daño le había infligido. En 2019, Cleto y sus hermanos le regalaron a su madre un vuelo en globo para los cuatro, aprovechando que al piloto ya lo traían de casa. Todos ellos convinieron que no había mejor forma de honrar el recuerdo del marido y padre que haciendo, precisamente, aquello a lo que había entregado su vida. Y así, cuando el globo llegase al punto más alto del vuelo, y desde algún lugar indefinido del cielo Diego se fijase bien en las caritas de cada uno de ellos, ahora que por fin les tenía tan cerca, pudiera sentirse abrumado ante tanto orgullo, henchido de felicidad por una familia unida que le recuerda cada día.
A María, la madre, el regalo de sus hijos no le pudo gustar más. La fecha elegida quiso coincidir con un día de primavera perfecto, digno de aparecer en la canción de Lou Reed, con la luz de Castilla de los días serranos, temperatura agradable y unas condiciones inmejorables para volar. Fue ahí, sobrevolando Segovia, a 3000 metros sobre el suelo, cuando María venció por fin sus muchos miedos y despejó sus pocas dudas. Mi hijo es piloto, aceptó, al fin, en paz.
“Mi padre está en los globos”, confesaba Cleto en el podcast El 14 en Bután al periodista Adrián G. Rosado, explicando el vínculo y la simbología del enorme globo que lleva tatuado en el pecho, justo del lado del corazón. Dadas las dimensiones anatómicas de nuestro protagonista, el globo parece que va a despegar de un momento a otro, dejando atrás la piel de su dueño y entrando en contacto con el aire por el hombro izquierdo. Pero no acaba de despegar, su padre permanece con él, no le suelta nunca.
La segunda reconciliación se produjo un año después, en 2020. La protagonista fue Belén, la abuela. Ya viuda, por primera vez en muchos septiembres decidió quedarse en Valladolid esa semana que durante dos décadas había pasado en Zamora huyendo de todo aquello que le recordase a la palabra globo. Sorprendido por el repentino cambio de criterio, Cleto no pudo contenerse las ganas de preguntarle por los motivos.
- Ya no está tu abuelo, pero estáis siempre toda la familia juntos alrededor de esto. A ti te veo enamorado de lo que haces. ¿Cómo no iba a estar?
Y tanto que estaba. Quién se lo iba a decir a ella, madre y abuela de pilotos, a sus ochentaytantos, emocionándose en cada despegue del nieto. No era la única. “El día que vi aparecer a mi abuela en el campo de despegue se me saltaron las lágrimas, no lo podía creer", confiesa Cleto. Belén fallecería en 2023, no sin antes darse el gustazo de volver a ver a toda la familia, a toda su familia, reunida y feliz. Celebrando la vida, celebrándose a sí mismos en la ciudad que tanto amaban. El broche perfecto a una reconciliación para la que fueron necesarias casi dos décadas.
El pasado abril se cumplieron 20 años del trágico accidente en el que falleció Diego Criado del Rey junto a dos pasajeros. En honor a él, su hijo Cleto sobrevuela cada día la cordillera del Himalaya por el lado de Nepal, empresa sólo reservada para los pilotos mejor cualificados del mundo. En España le espera una familia unida, una madre orgullosa y un festival en honor a su padre que es la envidia de media Europa. Y unos cuantos afortunados que todavía no nos creemos del todo la puta pasada que es ser su amigo.