A mí en el mundo del faranduleo me desvirgó Mikel Izal. Por motivos que tampoco es necesario precisar, cierta noche, hará unos diez años, acabé borracho perdido en un bar de Malasaña. Por entonces yo me venía muy arriba con La mujer de verde o Pánico Práctico, hasta el punto de que eran estas y no otras las canciones que ponía en la ducha antes de salir los sábados. Con eso lo digo todo. El caso, en medio de ese estado mágico de borrachera absoluta cuando se tienen 20 años y queda toda la noche por delante, en medio de la exaltación de la amistad y de la comedia del flirteo habitual, di con él. Las pequeñas dimensiones del garito facilitaron el encuentro. Le saludé con la inocente admiración del aún no iniciado en la noche, envalentonado por las copas de más. Y como el tío fue bien simpático conmigo, pensé esta es la mía.
Hablamos un poco más, encantadores ambos, yo le dije que le seguía desde el principio de su carrera o algo así, él que gracias gracias. Aproveché el buen rollito para pedirle una foto que gustosamente aceptó. Ambos salimos saludando al futuro. Él con sonrisa de famoso profesional, yo con cara de este es el día más feliz de mi vida. The eyes, chico.
Por esas cosas del destino, que a veces parece divertirse con los giros más inesperados del guión de las noches, cuando me quise dar cuenta me había quedado solo en el bar. Quiero decir, el garito estaba hasta arriba, pero mis amigos, los muy cobardes, se habían retirado uno a uno sin que me enterase. Justo cuando mejor me lo estaba pasando, también es mala suerte. ¿Qué iba a hacer? pues irme a mi casa, qué otra cosa si no. Lástima que el Luis ebrio de 20 años tuviese otros planes, que pasaban por buscar a mi reciente mejor amigo, bebernos unos cubalibres, ligarse a unas pitutis y liarla pepina.
Y con ese afán acudí en su busca, creyéndome personaje secundario de una película de Alberto San Juan y Willy Toledo. Le encontré en una esquina, perorando en una especie de taburete, rodeado por unas cinco mujeres anonadadas todas ellas con las palabras del cantante. Ahí estaba, sentando cátedra. Qué puto crack el tío, pensé. Me introduje en el corrillo -más bien lo deshice-, gesticulé con las palmas de las manos, como pidiendo turno para hablar, ante una audiencia a la que calculé unos 15 años más de los que yo tenía. La imponente diferencia de edad no me afectó. Conseguida la atención, mezclada sin duda con estupor, pero atención al fin y al cabo, solté:
- Mikel, soy muy fan tuyo. He ido a varios conciertos y he sido muy feliz, me encantaría invitarte a un chupito.
Juro que le gustó. Se lo vi en los ojos. Parecían agradecidos, como diciendo mirad, mirad si soy la polla, que así tengo a los chavales. A pesar de ello, con mucha elegancia negó mi oferta. Gracias, muy amable, y señaló una especie de copa que para él justificaba el rechazo. Y aquí fue cuando incurrí en el mayor pecado posible dadas las circunstancias. ¿La ebriedad? No, la insistencia. Por favor, déjame que te invite. Me haría mucha ilusión. Yo más bajo no podía caer -o eso pensaba-, recurriendo ya a lo sentimental para convencer al por entonces ídolo. Dio igual, no había manera de que el cabrón cediera. A partir de ahí, erre que erre, que si te invito a un chupito por aquí que si ya te he dicho que no por allá, nos enzarzamos en un tira y afloja a mis ojos graciosísimo pero para el resto de observadores de lo más incómodo, activados ya como estaban todos los resortes de la vergüenza ajena. La pasivo agresividad llegó a un punto de tensión insostenible cuando le dije:
- Tío, eres una puta estrella del rock, y si viene un chaval a invitarte a un chupito te jodes y te lo tomas.
Lo expresé como un reproche, moviendo violentamente los brazos, más amenazándole que otra cosa, porque siempre he sido muy de sobreactuar. Por mis cojones se iba a tomar un chupito conmigo, el mayor de sus fans. Para mi sorpresa, el tío, que perfectamente me podía haber desintegrado si así lo hubiese querido, no sólo no me partió el taburete en la crisma, sino que además aceptó, por fin, mi invitación.
Recuerdo ese paseíllo desde aquella esquinita a la barra como los diez metros más felices de toda mi vida. Eufórico como estaba, le pedí al camarero dos Jagermeister sin consultar a mi acompañante, ya arrepentido de haberme dicho que sí. Nos los sirvió, dando paso al manual del buen gañán. Ya sabes, quien no apoya no folla, quien no recorre no se corre y todo el abanico de obscenidades que convierten hasta al más pintado en Amador Rivas.
El problema vino con la cuenta. No tanto por los nueve eurazos que el camarero reclamó - yo en ese momento hubiese pagado cien- sino por lo que sucedió cuando saqué la cartera. Busqué y rebusqué pero allí no encontré nada. Comprobé entonces en todos los bolsillos del pantalón y de la chaqueta. Nada. Nada es nada. Ni cinco euros ni tres ni veinte céntimos. Nada. En la época de la universidad nunca salía con la tarjeta de crédito, por si acaso. Me tenía que conformar con un billete de cincuenta para toda la noche, y tirar hasta donde llegase. Y se ve que aquel día ya había dado de sí hacía rato. Ningún amigo estaba por allí para prestarme dinero. Tampoco existía Bizum, y de haber existido dudo que le hubiese pedido a Mikel el teléfono con la excusa de ingresarle el importe.
Así las cosas, la escena que tenemos es la siguiente. Un muchacho de 20 años en pánico, borracho como una cuba y en pánico; un cantante de éxito mirando al muchacho como diciendo no me creo que hayas tenido los huevazos de darme la tabarra cinco minutos con el puto chupito de los cojones y ahora no tengas dinero; un camarero inmune al drama económicoafectivo de sus clientes; gente, mucha gente, detrás de la improvisada pareja metiendo prisa.
¿Y qué iba a hacer yo? Pues lo mismo que hubieses hecho tú, criatura. Asumí mi derrota, me cuadré para sonar convincente y le dije a mi ex mejor amigo:
- Bueno Mikel, invítame tú, anda, que seguro que estás forrado.
Por segunda vez en la noche, admiré con algo de sorpresa su capacidad de contención para no descerrajarme una puerta en la nuca. Lejos de eso, el buen hombre, que a estas alturas ya no sabía dónde meterse, sacó del bolsillo la cartera, la abrió con ira, cogió un billete de diez de entre todos los que allí se apretujaban y, con todo el desprecio que le cabía en los bolsillos, lo tiró de mala gana en la barra. Ni esperó las vueltas. Cogió y se fue por donde había venido. Sin mí, claro, herido de muerte en el dolor de la humillación.
Ahora sí, por fin, me pareció buen momento para irme a casa. Ni taxi ni búho ni metro ni historias. Quería paladear el bochorno a pie, bajo la lluvia madrileña de invierno, desde Malasaña hasta la casa de mis padres. Una hora andando, moribundo en mi orgullo y empapado. Me lo tenía merecido. Al día siguiente, todavía con resaca, subí a Instagram nuestra foto, un poco como esas parejas que discuten que parece que se van a matar, y uno de ellos, para tratar de arreglarlo, comparte algún guiñito en redes. ‘Todos a la mierda’, puse de título.