Mi pasaje favorito de la literatura universal es una declaración, intuyo que en una entrevista, de Gabriel García Márquez, donde defiende que él creyó a pies juntillas que un tal Gregorio Samsa se despertó un día “transformado” —según las traducciones más aceptadas— en un “horrible insecto”. Gabo defendía (o así lo entendí yo) que hay que abordar la literatura con una cierta ingenuidad. O con fe.
Resulta que la pareja perfecta de la Eurocopa, con cuyos vídeos unos cuantos tuiteros me recordaron que tenía que priorizar tener cuatro hijos a pedir Uber Eats (miré las condiciones de uso de la aplicación y no vi que hubiese ninguna contraindicación en ese sentido), se va a divorciar. Así que, me dicen otros cuantos tuiteros, el amor ha muerto.
Cuando era un preadolescente muy ingenuo, desarrollé con un buen amigo la teoría de los faros: en tu vida siempre hay una pareja que te indica, como un faro, que la tierra existe. Que se puede llegar. La pregunta que se hace hoy no poca gente es, además de si el amor ha muerto, si ese faro puede estar tan lejos de tu vida. A tres toques de la pantalla de tu móvil, más o menos. Quizá sí. Aún conservo la rabia de cuando me enteré de que Vargas Llosa había dejado a su mujer por la poliportada de la prensa rosa Isabel Preysler, y la decepción de descubrir que dedicar un Nobel (“a Patricia, la prima de nariz respingada y carácter indomable”) no valía nada.
Muy preocupado, me despierta esta mañana un amigo con una pregunta existencial: “Si ya no puedo idealizar a parejas que veo en Instagram, ¿qué me queda?” La mujer del futbolista —pronto ex, pero quizá vuelva a serlo algún día, como Vargas Llosa y Patricia— se ha preocupado, al menos, de darle un poco de tranquilidad en un post de lo más delirante: “No quiero que penséis que nada de lo que habéis visto en las fotos de Instagram que hemos estado poniendo es mentira”. Malos tiempos para la escenificación del amor.
Uno se agarra a lo que buenamente puede. Y pobres de aquellos que vengan a señalar lo endeble de algunos asideros. ¿Quién se puede fiar de un futbolista?, se preguntan. ¿Y de tu primo José Manuel, en cuya boda ejerciste de testigo, igual que lo fuiste de cómo le daba cuatro besos a una chica en las fiestas de su pueblo? ¿Cómo te puedes fiar de José Manuel? Creemos conocer a quienes nos rodean, pero la triste realidad es que la distancia entre tú y tu amiga (entre lo que sois capaces de hacer) puede no ser mucho más pequeña de la que tienes con la novia del futbolista, o del escritor, más inalcanzables. Ni siquiera nos conocemos mucho a nosotros mismos.
La diferencia, dicen, es que no es lo mismo que José Manuel te diga que quiere a su novia, ahora mujer, que ver una foto idílica en una isla paradisiaca con cuatro niños rubios (pobrecillos). Tampoco es lo mismo que las declaraciones de amor las veamos en la televisión o en Instagram. Toda vez que la mayoría de veces que hablamos de lo que sentimos, lo que hacemos es hablarnos a nosotros mismos, intentando, así, convencernos, a mí no me parece muy distinto. Y yo me pregunto: ¿Cuánta gente cree en el amor porque leyó El amor en los tiempos del cólera? O, yo qué sé, porque vio A tres metros sobre el cielo. ¿No es ese un ejercicio de fe más grande? Fiarse es difícil, pero podemos elegir creer, que no es poco.
No quiere decir todo esto que tengan razón aquellos que gritan —en nuestros tiempos gritar es tuitear— que no creen ya en el amor. Tampoco es que haya muerto. Ha muerto uno, como mucho. En lo que no creían estos, y ahora (¡ahora!) se dan cuenta de que existe, es en el fin del amor. A ellos, un abrazo, un aviso y un consejo: quedan muchos faros por caer, y hay que salir más de casa.
Un detalle maravilloso de aquel pasaje de La metamorfosis en que creía Gabo con absoluta literalidad es que, aunque está asumido que Samsa se “transformó” (verwandelt) en un horrible insecto (ungeziefer), tanto la acción como el resultado, ese horrible bicho, son fruto de la decisión de un traductor. Hay quien ha asumido que era un escarabajo, o una cucaracha, pero ninguno de esos insectos aparece mencionado en el libro. Tampoco hay consenso sobre el concepto de metamorfosis. Bastante cuesta creer en la existencia del monstruo como para no poder estar seguro ni de su forma. No puede uno fiarse de nada.
“El mundo se cae a pedazos y casi siempre todo se va a la mierda y casi siempre dañamos a las personas que queremos o ellas nos dañan a nosotros irremediablemente y no parece haber motivos para albergar ninguna clase de esperanza, pero al menos esta historia termina bien”
Alejandro Zambra