Morir en un pueblito de Soria

Eran las cuatro de la tarde de un viernes caluroso de abril y aquel pueblito de Soria tenía menos vida que un fantasma escondido en el armario de una casa abandonada. Al lado de la plaza principal había una construcción de dos pisos. La pintura de las paredes había desaparecido de la primera planta y solo quedaban algunos resquicios de blanco en la parte de arriba. El resto era puro adobe marrón y un rosal que esperaba pacientemente su momento para florecer. Sobre el banco de cemento que había al lado de la puerta, Marisa y su amiga estaban sumidas en un silencio sepulcral. Era un silencio acompañado, muy de pueblo, que solo era interrumpido por el suave sonido de los pájaros, el paso ocasional de algún coche moribundo y, claro, mi repentina presencia. 

Estaba en ese pueblo haciendo un reportaje para una revista que me paga por irme a lugares inhóspitos y contar las historias extravagantes de su gente. Pero no es eso lo que he venido a contar aquí, así que voy a esquivar ese tema y a centrarme en la casa de paredes descorchadas y el banco de cemento. Pensé que allí solo estaban ellas hasta que Marisa, la verdadera protagonista de esta historia, me reveló la existencia de una tercera persona. 

—Y esa es mi hermana mayor, me dijo mientras señalaba hacia su derecha. 

Tras las cortinas que tapaban la puerta abierta de la casa estaba la hermana de Marisa, una señora de pelo cortísimo y unas orejeras tan grandes que la tapaban hasta la mejilla. Estaba haciendo un crucigrama en uno de esos libros llenos de ellos que tienen todas las señoras mayores de 70 años. Parecía tan concentrada que casi no me atreví a saludarla. Cuando por fin le dije hola, ella apenas levantó la vista para verme. 

—Está muy sorda, me dijo. Casi no escucha nada. 

—Ah, dije yo. 

Después de esa pequeña presentación les pedí indicaciones sobre el lugar en el que se reunía el grupo de gente al que había venido a ver. Pocos minutos después, Marisa me lo había resuelto todo. Pero todavía era muy pronto para aquella cosa, así que saqué del coche un tarro con café que me había preparado en casa y me lo bebí mientras fumaba un cigarrillo y hablaba con las señoras. 

Yo estuve en Madrid, empezó a contar Marisa. Estuve trabajando para una familia allí toda la vida, hasta hace unos años. 

La señora tenía ya 76 años, era pequeñita y andaba un poco encorvada, pero su cuerpo diminuto y la forma tan ágil que tenía de moverse daban la impresión de que gozaba de buena salud. Tenía el pelo cortado al raso, de color negro. Llevaba siempre una gorra azul que le quedaba enorme, varias capas de abrigo, unos pantalones de chándal viejos y unas zapatillas de estar en casa. Tenía la cara afilada, como de niña traviesa, y sus arrugas eran rectas como los surcos que deja la tierra después de arar. En su mirada brillaba el impulso de una de esas inteligencias desbordantes que nunca han sido exploradas a fondo. Eran azules, sus ojos, y se fueron humedeciendo poco a poco mientras Marisa contaba la historia de lo que habían visto. 

Con 16 años recién cumplidos se fue a Madrid, a hacer lo que muchas chicas pobres y de pueblo de su edad se iban a hacer a la capital. Entró recomendada por su hermana en una casa de clase media de la ciudad. Creo que la hermana que estaba oculta detrás de las cortinas se quedó en el pueblo, y fue una hermana mediana la que se fue a Madrid antes que ella, pero no me acuerdo bien. La madre y el padre de aquella casa eran médicos. Siempre estaban trabajando y era ella la que se ocupaba de limpiar la casa y cuidar a la única hija que tuvo el matrimonio. Estuvo con ella desde que nació hasta que se fue a Londres durante sus estudios universitarios. Luego me contó las historias de sus paseos por Madrid y de lo mucho que le gustaba bajar al Retiro y a la Gran Vía cuando descansaba los domingos. Ella no se casó nunca, no tuvo hijos. Aquella familia postiza se convirtió en su única conexión con el mundo. La trataban bien y la querían tanto que se convirtió en una madre para la hija de los médicos. 

—Me llamaba mamá, a mí. Me decía que era su segunda mamá. 

—¿Y cómo es que ha vuelto al pueblo ahora?

—Los padres ya fallecieron, y la hija se fue a Australia.  

Durante sus estudios en Londres se echó un novio de allí, se casaron y ahora están viviendo al otro lado del mundo. Tiene dos hijas pequeñas. 

—Me dice que me lleva allí, que necesita alguien que cuide de ellas, pero yo la digo que no. 

—¿Por qué? 

—No… es imposible, está muy lejos eso. Además, yo me quiero morir aquí, en mi casa, no en Australia. Aquí no tenemos muchas cosas, pero estamos muy tranquilos. Viene el panadero, el pescadero, el frutero… todos. El médico pasa una vez a la semana. ¡No necesitamos nada! Y mira qué bonito está esto, decía Marisa mientras señalaba las vistas frente a su casa. 

El sol de las últimas horas de la tarde caía sobre los almendros y el rosal, que ya tenía ganas de florecer. La historia de Marisa se me quedó grabada. La contaba sin rencor ni resentimiento. Trabajó y vivió vicariamente para aquella familia durante décadas y lo único que la dejaron fue una pensión miserable y una vejez condenada a la soledad de su pueblo y a la compañía de una hermana que no solo no escuchaba nada de lo que le decían, sino que tampoco parecía mostrar ningún interés en lo que tuvieran que decirle. Qué mujer tan buena y abnegada, me dije mientras conducía de vuelta a Valladolid por aquel paraje desolado por el sol acaramelado del anochecer. Era tan bonito como terrible. Era bonito porque era terrible. No lo sé. “Yo me quiero morir aquí”, me había dicho. Yo no quiero saber dónde voy a morirme, pienso yo.

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