Cuando era pequeña me gustaba dormir en casa de mi abuela Flora, que vivía justo encima de mí. Ella mandaba al abuelo a la habitación de invitados y nos quedábamos la habitación grande para nosotras. Éramos la abuela, el Niño Jesús y yo. A veces le daba la espalda y para que me sintiera cerca ponía mis pies congelados en sus muslos, que eran suaves y calientes. Y entonces, recitábamos: «Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón. ¡Tómalo! Tuyo es, y mío no».
La luz del pasillo siempre estaba encendida y a veces escuchaba el pis del abuelo en mitad de la noche. A mí me costaba dormir. Pensaba en cómo Dios había creado los planetas, si viviría flotando sobre un fondo blanco tal y como lo imaginaba, si podría terminar con el hambre en el mundo mandando aviones cargados de comida en cajas, de esas que sueltan paracaídas nada más caer. Pensaba después en Jesús, en quién sería y por qué yo tendría que entregarle mi corazón a alguien que apenas conozco.
Entonces lloraba. Y llamaba a mi mamá. Y mi papá resoplaba por el teléfono fijo. Y ella venía a buscarme.
Durante los años siguientes no volví a subir a casa de la abuela. Dejé de comer porque había visto en una película que dos chavales se atragantaban con unos espaguetis en el comedor del colegio y uno de ellos moría enchufado a varias máquinas en un hospital horas después. Dejé de utilizar el secador del pelo descalza porque pensaba que una gota de agua rozaría mi pie y acabaría por electrocutarme. Me asustaba cumplir los 12 porque una de mis amigas se había muerto a los 12. No quería que llegase el fin del mundo y esperé hasta 2015 para ver cómo el Pacífico se tragaba la costa oeste de Estados Unidos en la película esa de Emmerich (porque además las películas de catástrofes mundiales ocurren entre La Casa Blanca y San Francisco con Tom Cruise, una rubia despampanante y un coche sin gasolina).
Pero la cosa empeora.
Mi primer psicólogo —un hombre con un parecido acojonante al humorista Eugenio— me recetó como solución a mi ansiedad crónica cagarme en mi madre con mi madre en la silla de al lado durante la terapia. Luego vino otro que me atendía en su casa con las fotos de sus hijos, a los que conocía, colgadas de las paredes. Me obligaba a pagarle en negro porque él no se fiaba de los bancos y esas pijadas. Este mismo me recomendó un libro de autoayuda que decía así: “El odio es como el fuego: cuando no se apaga lo consume todo”. Y así también: “Lo importante no es cuántas veces te caes, sino cuántas veces te levantas”. El prólogo era de Pablo Motos.
Cuando ni Dios, ni las instituciones pueden, entonces llega la ciencia: Sertralina 500mg.
Mi primer pinito en el mundo de las pastillas fue durante un vuelo internacional. Como yo ya había dejado de rezar los Padre nuestro y me aterrorizaba la idea de morirme sin cobertura, me metí un alprazolam debajo de la lengua. Sabía a bacalao podrido. Más tarde, cuando mi cuerpo se acostumbró a los efectos de los ansiolíticos, una psiquiatra me recetó mi primer inhibidor selectivo de recaudación de la serotonina, lo que coloquialmente conocemos como antidepresivos. O como decía mi ex: “pastillas de la locura”.
Necesitaré un pastillero con los días de la semana. Pensaba.
No me llevó mucho tiempo averiguar que me daba vergüenza medicarme. Al igual que mi mamá, que se escapa a la cocina cada noche a echarse un cigarrillo antes de dormir. Mientras llena la boca de humo. Sug. Se escucha siempre un crujido. Clac. Después. Ffen… apaga el cigarro contra el fregadero y se va a dormir.
La mamá de mi mamá no es tan disimulada. Ella se levanta por la mañana y se mete su cóctel molotov de pastillas diario. La mamá de mi papá se quiere morir pero para no hacerlo combina Rivotril 0,5mg, Dulotex 30mg y el amor de sus nietos.
En mi última reunión familiar rodeada de las mujeres de mi vida me di cuenta de que no se salvaba ni una. Todas están medicadas. Todas. “El sexo débil” decía el marido de no se quién. Un machirulo que se está quedando calvo y que no te deja poner una lavadora con sus calzoncillos tipo slip porque “no sabes hacerlo”. “Vas a estar toda la vida medicada o qué” soltaba otro que seguro se la cascó alguna vez con Rocío Carrasco en prime time. Todos aquellos hombres en aquella mesa tenían algo en común: la barriga y la cerveza.
Pero la cosa mejora.
Un día te levantas y ya no tienes vergüenza. Te cambian la terapia a algo más espiritual y dejas el psicoanálisis aparcado unos años. Sigues buscando en Google cómo adelgazar en cinco días pero al menos ya no te miras en el reflejo de las gafas de sol Versace de tu madre mientras te bañas en la playa. Ya no te tapas la cara cuando duermes en los viajes largos de tren y reconoces que Kanye West —en realidad— te cae bastante bien. La vecina de arriba arrastra los muebles pero parece tranquila y el perro del segundo bé echa un bufido cuando presionas el botón del ascensor. Te dice woof, ruff, woof woof y tú le respondes qué pasa bonito.
Y a ellos. A ellos les sigue creciendo la barriga.
Ya no se lleva eso del pesimismo filosófico, el men don’t protect you anymore, lo de llorar con Samantha Fox en un baño público, la histeria colectiva, la pesadez, los huesos lastimados. Pelear con los puños, sangrar en plazas de pueblo, la cortesía, la modestia, aquello del linaje. Han vuelto las niñas a las calles, los besos de Cupido. ¡Muak! Las pinzas, el rosa, lo de reír en sueños. Han vuelto la tómbola, las escopetas trucadas, los peces de colores. El amor.
Porque cuando ni Dios, ni las instituciones, ni la ciencia, entonces: el amor.