Con el negroni me está pasando como con las piparras, Broncano o Carolina Durante: se ponen de moda, se hacen mainstream, y pese a todo lo que me gustan, esa popularidad me genera rechazo. Quizá sea cierto esnobismo, no lo niego, pero uno siempre trata de aspirar a lo sublime. Aunque no quiero fingir, las reticencias se esfuman con rapidez al primer sorbo, a la primera y con la primera canción. No es el momento, ni estoy dispuesto, para dejar pasar la felicidad y no correr hasta alcanzarla. Sería un auténtico imbécil si no aprovechase esa brisa magnífica que cada mucho se escapa del paraíso y nos ilumina un instante “La vida, Álvaro, son momentinos”, que me decía siempre mi madre.
La semana pasada fue la Negroni Week, pero yo ya tenía bastante con las fiestas de Oviedo, San Mateo, como para andar con más parrandas etílicas. Así que, a modo de purga de mis pecados, dedico el artículo de esta semana al negroni: la perfección hecha cóctel.
En ‘Beber de cine’, uno de esos libros que son como joyas y que nunca me canso de regalar, escribe Garci: “El negroni es un cóctel de Exterior Terraza y Mañana Alta (…) La época ideal para tomar el negroni es hacia el final de la primavera, digamos un día soleado de comienzos de junio”. Aunque a mí, la verdad, me entra a cualquier hora. Algo tan simple como 1/3 de ginebra, 1/3 de Campari y 1/3 de vermú alcanza la excelencia al ser mezclados, enfriados y coronados por un luquete de naranja. Tan sólo mejorable con una grata compañía y un rayo de sol atravesando el líquido y carmesí elemento.
Aperitivo sin igual. Del latín ‘aperire’, que significa “abrir”, se trata de un ritual heredado del Imperio Romano, teniendo por costumbre abrir el apetito de sus invitados con un vino mezclado con miel. Y de aquellos vinos estos negronis, que abren el apetito, el deseo y el amor.
No sé cuándo lo probé por primera vez, pero sí que Garci, Gistau o Jep Gambardella meciendo su copa mientras el sol se pone con el Coliseo al frente tengan algo de culpa de mi militancia en la cofradía del santo negroni.
Hago mi propia versión, a la que yo llamo ‘Boroni’, como homenaje a Luis Buñuel y su mítico ‘Buñueloni, y así mezclo, enfrío y embotello la felicidad para tenerla siempre a mano de nevera y a golpe de un brindis: ginebra Giró, vermú de La Paloma y Campari.
Y recuerden, siempre es el penúltimo.