No eres tú, son mis vicios

Le pasó a un amigo, que por el cariño y el respeto que le tengo no diré que se llama Martín.

Le pasó a un amigo, que a falta de otra tribu urbana ha decidido militar en la causa de los cinéfilos. El tipo se sorprendió a sí mismo repugnando su propio sabor. Sucedió durante un Festival de Sitges de hace unos años. Ya digo, lo de ir de cinéfilo por la vida lo ha llevado hasta las últimas consecuencias. Se conoce que, saturadito el pobre de empalmar tres películas de cine de autor una detrás de otra, no tuvo más remedio que digerir aquello como buenamente pudo, es decir, entregándose a sus impulsos más primarios. Y así pasó, que fue salir del cine y meterse en la primera taberna y pedir una cuchara y alioli en cantidades industriales, que es lo que hacemos los madrileños con todo aquello que nos parece mínimamente exótico. Abusar hoy que puedo, que el invierno en Madrid es muy largo y bien que nos hartaremos a torreznos con las cañas, pero nunca con este alioli tan mediterráneo con el que puedo imaginarme una ficción de vida sosegada, abandonada incluso, en la costa catalana, únicamente preocupado por coger caracoles y cuidar un huerto, en una novela sin fin de Milena Busquets, ni remotamente cercana a la realidad que nos espera en Madrid en cualquier caso. Claro, uno se pone a fantasear con cosas así y cuando se quiere dar cuenta ha acabado con las reservas de alioli de media provincia. En mi grupo de amigos los vicios siempre nos los hemos tomado muy en serio. O te tomas doce gintonics o no te tomas ninguno, nada de medias tintas. Lo que peor llevamos es la indefinición.

No contó mi buen amigo con que después de tan pantagruélica cena a base de cervezas, pan y alioli el cuerpo le pidiese tomar una copita, o quizá doce, quién sabe, y puede que con ello le entrasen las ganas de cortejar. Y a buena fe que el muchacho cortejó. Con una australiana por lo que se ve guapísima. O al menos por lo que él dijo, que dado su historial no tiene mucho mérito. Qué iba a decir, si las guapísimas siempre son las que acaban con él y las que acaban con el resto son las simpáticas. Mi amigo es de esos que cuando le enseñas un ligue te responde la frase “para ti está bien”, que no puede caber más oprobio en menos espacio, que es también una triple forma de insulto. Decirle a un amigo que fulanita “para ti está bien” supone, en primer lugar, insultar a la chica, en segundo, insultar al amigo, y, de paso, insultarte a ti mismo de tan tremenda canallada. El reconocimiento de ser un auténtico cretino.

En fin, volvamos a la noche de Sitges. En mitad del morreo, que ya debe ser bonito morrear en medio de un festival de cine independiente con una australiana, pensando no en el polvo del hotel que vas a echar, sino en los nombres de los cuatro niños rubísimos y asalvajados que vas a criar en una playa de Wollongong, a lo Elsa Pataky con Thor, en mitad de toda esa ficción de vida que debía estar proyectándose en la cabecita de mi amigo, la segunda de la noche ya, con el beso bien avanzado, algo inesperado se rompió entre ellos dos, recordarnos por enésima vez durante nuestra juventud que la realidad nunca está a la altura de las expectativas.

Caray, qué mal sabe esta chica, pensó el colega a medio morrear. Saber de sabor. Pero no era la chica la que sabía mal, sino él. De tan apasionado que fue el beso, en su ardor le había dado tiempo al bueno de mi amigo a pasarle, vía papilas gustativas, el inconfundible sabor a ajo del alioli. Un sabor invisible pero desde luego no insípido, que fue encontrando acomodo en la lengua, en el paladar, en las encías y en los dientes de su compañera, que primero recibió la oleada áspera y picante, luego la hizo suya aportando sus reflujos y sus regurgitaciones correspondientes y finalmente se la trasnsmitió de vuelta a un fulano que ya no reconocía aquel sabor como propio sino como algo ajeno, externo y asqueroso. Y así, de esta manera tan tonta, acabó aquello, sin fantasías de niños rubísimos ni Wollongong ni la madre que los parió a todos, ni siquiera polvo en el hotel. Y casi que mejor, que ya se hacía tarde y había que regresar a la habitación, y madrugar a la mañana siguiente para volver a ver las tres peliculitas del día que tocaban, que era a lo que habíamos ido a Sitges. A ver películas y a decir que habíamos visto películas, no a hacernos las nuestras.

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Costumbres

No eres tú, son mis vicios

Le pasó a un amigo, que por el cariño y el respeto que le tengo no diré que se llama Martín.

Le pasó a un amigo, que a falta de otra tribu urbana ha decidido militar en la causa de los cinéfilos. El tipo se sorprendió a sí mismo repugnando su propio sabor. Sucedió durante un Festival de Sitges de hace unos años. Ya digo, lo de ir de cinéfilo por la vida lo ha llevado hasta las últimas consecuencias. Se conoce que, saturadito el pobre de empalmar tres películas de cine de autor una detrás de otra, no tuvo más remedio que digerir aquello como buenamente pudo, es decir, entregándose a sus impulsos más primarios. Y así pasó, que fue salir del cine y meterse en la primera taberna y pedir una cuchara y alioli en cantidades industriales, que es lo que hacemos los madrileños con todo aquello que nos parece mínimamente exótico. Abusar hoy que puedo, que el invierno en Madrid es muy largo y bien que nos hartaremos a torreznos con las cañas, pero nunca con este alioli tan mediterráneo con el que puedo imaginarme una ficción de vida sosegada, abandonada incluso, en la costa catalana, únicamente preocupado por coger caracoles y cuidar un huerto, en una novela sin fin de Milena Busquets, ni remotamente cercana a la realidad que nos espera en Madrid en cualquier caso. Claro, uno se pone a fantasear con cosas así y cuando se quiere dar cuenta ha acabado con las reservas de alioli de media provincia. En mi grupo de amigos los vicios siempre nos los hemos tomado muy en serio. O te tomas doce gintonics o no te tomas ninguno, nada de medias tintas. Lo que peor llevamos es la indefinición.

No contó mi buen amigo con que después de tan pantagruélica cena a base de cervezas, pan y alioli el cuerpo le pidiese tomar una copita, o quizá doce, quién sabe, y puede que con ello le entrasen las ganas de cortejar. Y a buena fe que el muchacho cortejó. Con una australiana por lo que se ve guapísima. O al menos por lo que él dijo, que dado su historial no tiene mucho mérito. Qué iba a decir, si las guapísimas siempre son las que acaban con él y las que acaban con el resto son las simpáticas. Mi amigo es de esos que cuando le enseñas un ligue te responde la frase “para ti está bien”, que no puede caber más oprobio en menos espacio, que es también una triple forma de insulto. Decirle a un amigo que fulanita “para ti está bien” supone, en primer lugar, insultar a la chica, en segundo, insultar al amigo, y, de paso, insultarte a ti mismo de tan tremenda canallada. El reconocimiento de ser un auténtico cretino.

En fin, volvamos a la noche de Sitges. En mitad del morreo, que ya debe ser bonito morrear en medio de un festival de cine independiente con una australiana, pensando no en el polvo del hotel que vas a echar, sino en los nombres de los cuatro niños rubísimos y asalvajados que vas a criar en una playa de Wollongong, a lo Elsa Pataky con Thor, en mitad de toda esa ficción de vida que debía estar proyectándose en la cabecita de mi amigo, la segunda de la noche ya, con el beso bien avanzado, algo inesperado se rompió entre ellos dos, recordarnos por enésima vez durante nuestra juventud que la realidad nunca está a la altura de las expectativas.

Caray, qué mal sabe esta chica, pensó el colega a medio morrear. Saber de sabor. Pero no era la chica la que sabía mal, sino él. De tan apasionado que fue el beso, en su ardor le había dado tiempo al bueno de mi amigo a pasarle, vía papilas gustativas, el inconfundible sabor a ajo del alioli. Un sabor invisible pero desde luego no insípido, que fue encontrando acomodo en la lengua, en el paladar, en las encías y en los dientes de su compañera, que primero recibió la oleada áspera y picante, luego la hizo suya aportando sus reflujos y sus regurgitaciones correspondientes y finalmente se la trasnsmitió de vuelta a un fulano que ya no reconocía aquel sabor como propio sino como algo ajeno, externo y asqueroso. Y así, de esta manera tan tonta, acabó aquello, sin fantasías de niños rubísimos ni Wollongong ni la madre que los parió a todos, ni siquiera polvo en el hotel. Y casi que mejor, que ya se hacía tarde y había que regresar a la habitación, y madrugar a la mañana siguiente para volver a ver las tres peliculitas del día que tocaban, que era a lo que habíamos ido a Sitges. A ver películas y a decir que habíamos visto películas, no a hacernos las nuestras.

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