No quedan hielos en el supermercado

Y me fui, y me escapé de una Madrid vacía y sofocada para encontrarme con una Cantabria llena de gente. “Aquí es donde se ha refugiado todo el mundo”, pensé en el primer atasco, antes de llegar a Suances. Unos amigos querían ir a la Playa de los Locos porque internet les había dicho que allí habría buenas olas para surfear aquella mañana. Nosotros —yo iba con dos amigos en coche y el resto venía en otro desde un sitio diferente— llegamos primero, encontramos sitio para aparcar (en un terreno al que se accedía subiéndose a la acera), y fuimos a la playa. Estaba llena de gente, pero encontramos un hueco entre las toallas de dos señores, un tronco y las rocas. 

Me di el primer baño del verano rodeado de gente que flotaba conmigo al vaivén de las olas. La playa era grande y extensa, pero el socorrista, con la bandera roja y amarilla, solo nos dejaba bañarnos en un trozo de agua de un tamaño equivalente al de una piscina grande. “Esto es raro”, pensé, pero seguí flotando con la masa. El resto de mis amigos no llegó nunca. Estuvieron dando vueltas con el coche durante treinta minutos, se cansaron de buscar sitio y se fueron a la Playa de la Concha, un poco más accesible, pero con más gente si cabe (sí cabe, siempre cabe más gente). Nos reunimos con ellos para comer. 

Luego se sucedieron una lista de acontecimientos que, vistos con un poco de distancia (estoy otra vez en Madrid, no vaya a ser que me acostumbre a disfrutar de la vida), son el reflejo de una realidad: el norte de España está lleno. He pasado en esa región casi cada verano de mi vida, pero nunca lo había visto así. Mis padres me han contado decenas de veces aquella historia de cuando iban a la Playa de Torimbia, a 23 minutos de Llanes, y aquello era un vergel nudista apartado del mundo. Con el tiempo y el turismo de masas todo se ha ido a la mierda: construyeron un aparcamiento en lo alto de la pendiente y la playa apareció en alguna lista de las mejores de España. “Ya no se puede ir”, dice mi madre de vez en cuando. 

La lista que certifica (con la que he certificado) la llegada del turismo de masas al norte es larga. Intentamos encontrar sitio en el camping de San Vicente de la Barquera, pero estaba lleno. Llenísimo. “En la recepción nos han dicho que la gente está viniendo a las cuatro de la mañana para hacer cola y conseguir un sitio”, me dijo G. Al final encontramos hueco en el de Comillas. 

También están las conversaciones de los lugareños. “Este año ha venido muchísima gente”, decía un tipo grande que estaba apostado en la ventanilla de otro que iba en coche. Parecían conocerse. Un poco, no mucho. Es el tema del verano en el pueblo. “Este año está siendo diferente. Ha venido mucha gente”, me decía en un hilo de voz la camarera del camping. Creo que no he conocido a nadie con más ganas que ella de que se acabe el verano. “Yo estuve en esta zona el año pasado y no fue como ahora, podías encontrar sitio en el camping, sin llamar y sin complicarte la vida”, dice D., un amigo de Valladolid asiduo al norte. 

Las colas de los supermercados. Los supermercados, en toda su extensión, eran un caos de gente en chanclas (o descalzas) buscando algo. Como no habían estado en ese supermercado en su vida, daban (dábamos) vueltas y vueltas buscando el pan, las sardinas, el jamón York, el tomate, los hielos, algo de fruta, y las cervezas. Nunca había hielos. Había que tener suerte para encontrarlos. Si el supermercado más grande de Comillas (el Lupa) no tenía, ¿a dónde podías ir? Como el pueblo entero estaba colapsado, me bajé del coche y me fui por las calles buscando el oro congelado del verano. En el Covirán tampoco quedaban. 

Al final entré en una tiendita casi vacía de gente y llena de fruta, verdura y productos de la zona. ¿Hielos? “Allí al fondo”, me dijeron, muy tranquilas, las dos chicas que atendían la caja. Yo estaba acelerado, no encajaba. ¿Dónde? “En el arcón blanco”. No lo encontraba, y mis amigos me estaban esperando. “No lo veo, perdón”, dije. “Ahí, ahí abajo, justo ahí donde estás”. Ah. Lo encontré. Lo tenía delante. Con los hielos en la mano miré hacia arriba, paré, disfruté un momento del aire acondicionado. Y observé el resto de la tienda. Todo estaba ordenado en cajas de madera. Disfruté de la paz que emanaba aquel sitio y hablé con las dos chicas. Una de ellas era mayor, pero tenía la piel tersa, morena, y una de esas miradas que te desnudan. Compré unos paraguayos. Por comprar algo. “Cuánta gente hay en este pueblo”, dije. La más joven fue la que me cobró. Parecía su sobrina. “Mucha gente, sí”, me dijo la señora. Me fui de allí, un poco aturdido. 

“Mis amigos”, pensé, “no pueden estar muy lejos”. Estaban a un par de calles, esperándome. Basta ya. Esto se está extendiendo demasiado. La única razón por la que me he sumergido en esta disertación imposible es para dejar esta reflexión extraña que me llegó mientras pensaba en algo que escribir: en realidad, todo esto no importa. Quiero decir, a mí no me importó. Me quiero reír, pero la onomatopeya de la risa no me gusta, así que lo dejo así. Risa. Mucha risa. Es raro. Todo (las colas, la playa llena de gente, el camping a rebosar) me pareció un poco divertido. Solo me ha resultado horroroso cuando he vuelto a casa y he pensado en ello. Creo que es porque la insoportable cola del supermercado la hice mientras charlaba del trabajo con una amiga. La cola de la heladería la hice mientras hablaba con otro amigo sobre el peor restaurante de España de 2016 (resulta que estaba al lado). Y los atascos se me pasaban volando porque J. ponía Pereza en los altavoces del coche y era imposible no cantar. Espero que se entienda lo que quiero decir. 

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