¿Cuántas veces has tenido una cita genial y esa persona ha acabado protagonizando una huida digna de atracador de banco? Rápido, casi indoloro, a veces te cuesta hasta saber si lo que viviste fue real. Es difícil llegar a que ese vínculo te importe mucho porque ni siquiera has tenido tiempo, pero, siendo honestos, lo que sí te acaba importando es la sensación de que el descarte es siempre veloz y poco conectado a lo que tú sientes que viviste. Si todo fue bien, ¿por qué parece que nunca se avanza?
Supongamos que te ponen delante un puesto de trabajo increíble, en la ciudad en la que deseas vivir, con un salario que se ajusta a tus expectativas y con perspectiva de crecimiento. Se trataría de empezar de a poco pero sí parece que puede llegar a salir bien. Podría. Te mandan la oferta y tú… entras en pánico, te da miedo no estar a la altura, apostar demasiado por ese trabajo, a ver si luego resulta que no, quizás lo hagas peor de lo esperado, quizás no te guste tanto. Pero lo tomas, lleno de dudas y con poca seguridad de que todo resulte como imaginaste. Tú lo tomas. Con miedo y con ganas, ¿no? Si no apostases serías idiota. Podría acabarse, claro, pero para acabarse tendría que haberse empezado algo.
Hoy será el único día que me tome la licencia de comparar dos cosas opuestas —el trabajo y el amor— que viven en un aspecto común: las oportunidades. No son tan comunes, no podemos darlas por hecho y no debemos obviarlas. Es muy posible encontrar a varias personas que te gusten físicamente, es algo menos posible que te gusten intelectualmente y encima tengan una conversación increíble, es poco probable que además haya química desde el principio y es casi imposible cruzaros en un mundo extremo dónde nadie mira mucho más allá de lo que tiene delante de sus narices —y a veces ni siquiera eso.
Y aun así tenemos miedo. No tenemos ni puñetera idea sobre si saldrá mal o bien. Vivimos agazapados, para asegurar el partido, y mientras Babasónicos cantan que “¿de qué sirve ser inmortal si no se puede morir de amor?”. Preferimos protegernos a exponernos y eso de alguna manera también nos expone.
Por eso tú sales de cita, te lo pasas increíble, te quedas mirándole 5 segundos de más, se queda a dormir sin haberte dado cuenta —hay quién no cede esa parcela de intimidad— , piensas que quizás podrías estar conociendo a alguien que sí y de repente se esfuma. Adiós. Au revoir. Ciao. Obrigada. Y te quedas con cara de póker. Y piensas si es que dejaste de gustarle en 24 horas, si es que en realidad no le gustaste nunca. Y entonces entran tus amigas y te dicen: “se asustó”. Y yo querría responderle a Babasónicos y decirles que al parecer estamos rodeados de gente que quiere ser inmortal.
¿Se asustó de qué? Disculpa. No es que tuviese miedo, es que decidió que el miedo pesase más que las ganas de seguir conociéndote. Le gustaste pero igual no le gustaste tanto, o le gustaste demasiado, que es casi la peor. Y no te quieres quedar en ninguna: no queremos a nadie al que no le gustamos lo suficiente, pero menos queremos al que el miedo le pese más que las ganas porque, si le ocurre contigo, le va a ocurrir con casi todo en la vida. Ahí sólo hay cobardía corriendo los 100 metros lisos. ¿De verdad queremos quedarnos? Sea cuál sea el motivo por el que huyen, hay que dejarlos huir. Tú quédate en tu lugar, enciéndete el cigarrillo y mira la carrera.
La persona correcta no es que no tenga miedo, es que lo apartó para apostar por algo mayor. No es que te asegure que salga bien, es que te asegura que está dispuesta a ver qué ocurre. ¿Quién no tiene miedo cuando está por hacer algo que no ha hecho antes? Empezar con alguien nuevo es como hacerlo siempre por primera vez. Llevas tu mochila pero esa conexión que nace sigue siendo virgen, así que claro que da pánico. Porque ya te hicieron daño, porque ya lo hiciste tú, porque ya sabes lo que te funciona, lo que no. Porque tienes menos paciencia, porque eres más tuyo. Pero el juego es eterno, sólo hay que seguir probando.
La persona correcta no es que no tenga miedo, es que no se asusta. Algo completamente distinto.