No sex 8: Los amores de los demás

La envidia es una guionista incomparable, nada se le resiste.

Miércoles, minutos antes de enviar esta columna. Martes, cuando me recreo en intentar editarla y quede mejor. Domingo que llovió mucho y me tragué la última de Netflix sin sentido. Sábado que me dio por volver a aquel poema de Idea Vilariño (Ya no, se llama).

No existe el día en que entre a cualquier red social —y obviamente entro todos los días, para qué mentir y fingir otra cosa— y vea a parejas. Parejas variadas: propuestas de matrimonio, bodas, noviazgos incipientes o cotilleos que cualquier amiga me larga por WhatsApp. No te vas a creer que estos dos ahora son novios, esta rompió pero ya tenía a otro y la otra se ha enamorado y está recorriendo Latinoamérica. Fue un flechazo, declaran. Sí, sí, ni te imaginas.

Continúo. Tomo café y recibo más información. A veces bajo pedido, a veces no solicitada. Es que no me lo esperaba, es que esto siempre te pasa cuando no te lo esperas, no sé si me explico. Te explicas, asiento. 

Me acuesto en el sofá al llegar a casa  un domingo cualquiera en el que —a la mínima que haya salido medio gris— me estalla la melancolía en la cara como si fueran palomitas para ver la película que me acabo de montar. Cruzo las piernas, abro un yogur griego, me digo que debería beber más agua, miro la pared y pronuncio, en completo silencio, el mismo pensamiento: ¿por qué a todo el mundo parece irle bien en el amor? ¿Por qué a mí no me pasa? ¿Será que yo lo estoy esperando y todo el mundo dice que llega cuando menos te lo esperas? ¿Será que tengo algo raro en la cara?

Yo misma me creo una trampa, un callejón del que no quiero salir, porque hacerlo confirmaría mis miedos. Porque la exposición constante pública y privada de la intimidad de los vínculos se revela un arma arrojadiza para la autoestima y publicidad engañosa para los ojos de los que miran desde afuera. No dudo de que haya parejas maravillosas que exponen su amor de una forma sana, pero tampoco dudo de que muchísimos relatos amorosos se edulcoran y empaquetan porque a todos nos gusta sentirnos reforzados. Como si que alguien lo aprobase desde afuera le diese entidad a nuestro amor, como si presumirlo lo hiciese más robusto.

Pero si sólo funcionamos por comparación siempre habrá alguien más feliz, más guapo y más enamorado. Los relatos amorosos a veces dan vergüenza, son imperfectos y frágiles. Todos queremos darle al amor esa forma que nos han dicho que debería tener y que vemos constantemente en otros pero creo que, conforme atraviesas la vida, más te das cuenta de que las relaciones son raras, únicas y propias. A veces sentimos celos de situaciones que ni siquiera existen. Tenemos envidia de ficciones. Quizás hoy discutieron y quizás por eso ella subió la foto, se sintió insegura. Quizás no. Pero no-lo-sabes.

Porque la envidia es una guionista incomparable, nada se le resiste. Y olvidamos con mucha frecuencia el placer que rezuma no contarle a alguien lo que sí está ocurriendo. Una satisfacción conquistada y protegida de juicios. La parte que vemos siempre es lo menos interesante de los demás, del mismo modo que nosotros nunca desvelamos lo verdaderamente íntimo y peligroso que nos pasa.


Por eso, ahora prefiero que algo me pase a mí aunque sea lo malo, no sé si es narcisismo pero quiero sentir yo las cosas y no desear constantemente las que viven los otros. Estoy dispuesta a asumir las consecuencias en mi piel, que para eso me arrastro yo a los sitios, me duele el estómago, me tiembla un poco la mano, lloro los domingos o me toco el pelo cien veces si me gusta alguien que tengo enfrente. 

Mis amores podrán ser peores pero son míos y eso debería hacerlos válidos y buenos. Por eso lo defiendo: regir mis emociones por la hipótesis de que los demás están mejor es quedarme a merced de un escaparate que siempre será inalcanzable.  Y yo deseo quedarme con lo propio, que aunque contenga la parte menos sexy, si hay algo que sé es que las mejores anécdotas siempre, siempre, ocurren en el backstage

Eso ya lo dijo Hernán Casciari.

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No existe el día en que entre a cualquier red social —y obviamente entro todos los días, para qué mentir y fingir otra cosa— y vea a parejas. Parejas variadas: propuestas de matrimonio, bodas, noviazgos incipientes o cotilleos que cualquier amiga me larga por WhatsApp. No te vas a creer que estos dos ahora son novios, esta rompió pero ya tenía a otro y la otra se ha enamorado y está recorriendo Latinoamérica. Fue un flechazo, declaran. Sí, sí, ni te imaginas.

Continúo. Tomo café y recibo más información. A veces bajo pedido, a veces no solicitada. Es que no me lo esperaba, es que esto siempre te pasa cuando no te lo esperas, no sé si me explico. Te explicas, asiento. 

Me acuesto en el sofá al llegar a casa  un domingo cualquiera en el que —a la mínima que haya salido medio gris— me estalla la melancolía en la cara como si fueran palomitas para ver la película que me acabo de montar. Cruzo las piernas, abro un yogur griego, me digo que debería beber más agua, miro la pared y pronuncio, en completo silencio, el mismo pensamiento: ¿por qué a todo el mundo parece irle bien en el amor? ¿Por qué a mí no me pasa? ¿Será que yo lo estoy esperando y todo el mundo dice que llega cuando menos te lo esperas? ¿Será que tengo algo raro en la cara?

Yo misma me creo una trampa, un callejón del que no quiero salir, porque hacerlo confirmaría mis miedos. Porque la exposición constante pública y privada de la intimidad de los vínculos se revela un arma arrojadiza para la autoestima y publicidad engañosa para los ojos de los que miran desde afuera. No dudo de que haya parejas maravillosas que exponen su amor de una forma sana, pero tampoco dudo de que muchísimos relatos amorosos se edulcoran y empaquetan porque a todos nos gusta sentirnos reforzados. Como si que alguien lo aprobase desde afuera le diese entidad a nuestro amor, como si presumirlo lo hiciese más robusto.

Pero si sólo funcionamos por comparación siempre habrá alguien más feliz, más guapo y más enamorado. Los relatos amorosos a veces dan vergüenza, son imperfectos y frágiles. Todos queremos darle al amor esa forma que nos han dicho que debería tener y que vemos constantemente en otros pero creo que, conforme atraviesas la vida, más te das cuenta de que las relaciones son raras, únicas y propias. A veces sentimos celos de situaciones que ni siquiera existen. Tenemos envidia de ficciones. Quizás hoy discutieron y quizás por eso ella subió la foto, se sintió insegura. Quizás no. Pero no-lo-sabes.

Porque la envidia es una guionista incomparable, nada se le resiste. Y olvidamos con mucha frecuencia el placer que rezuma no contarle a alguien lo que sí está ocurriendo. Una satisfacción conquistada y protegida de juicios. La parte que vemos siempre es lo menos interesante de los demás, del mismo modo que nosotros nunca desvelamos lo verdaderamente íntimo y peligroso que nos pasa.


Por eso, ahora prefiero que algo me pase a mí aunque sea lo malo, no sé si es narcisismo pero quiero sentir yo las cosas y no desear constantemente las que viven los otros. Estoy dispuesta a asumir las consecuencias en mi piel, que para eso me arrastro yo a los sitios, me duele el estómago, me tiembla un poco la mano, lloro los domingos o me toco el pelo cien veces si me gusta alguien que tengo enfrente. 

Mis amores podrán ser peores pero son míos y eso debería hacerlos válidos y buenos. Por eso lo defiendo: regir mis emociones por la hipótesis de que los demás están mejor es quedarme a merced de un escaparate que siempre será inalcanzable.  Y yo deseo quedarme con lo propio, que aunque contenga la parte menos sexy, si hay algo que sé es que las mejores anécdotas siempre, siempre, ocurren en el backstage

Eso ya lo dijo Hernán Casciari.

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