“En general, no soy un gran defensor de la respiración”.
Si admito que tengo un muy buen amigo que responde al nombre de Diego no es por alinearme con la necia manía contemporánea de exaltar la amistad y los sentimientos en cada sitio que se preste a la escritura, en cada repositorio de palabras estructuradas. ¿Veremos hablar de sentimientos en las instrucciones de preparación de las croquetas congeladas, exaltaciones del amor donde antes se informaba de la toxicidad del wolframio en las cajas de bombillas? A este paso, segurísimo que sí. El caso: informo del vínculo que me une a Diego porque lo relevante, el hecho de que me regale libros en cada uno de mis cumpleaños, de no venir antecedido por esa relación de amistad haría parecer a Diego un ser heterodoxo -cuando no un demente- que con periodicidad anual gasta parte de sus emolumentos y cierta porción de su tiempo en elegir una o varias obras entre los millones que existen para adquirirlas y proceder a entregárselas un año tras otro a una persona a la que no le une vínculo alguno y mucho menos queda sustanciada o legitimada la acción de obsequiar. Esa acción recurrente de Diego, esa costumbre de regalar, sin el amparo de una amistad previa le convertiría en un entusiasta del regalo, en una especie de superhéroe cuyo máximo don en aumentar muy levemente el patrimonio de terceros desconocidos a cuenta de menguar en semejante medida el suyo.
¿Y todo lo anterior, para qué? Pues para dos cosas, básicamente. La principal, intentar homenajear de patizamba manera el virtuosismo de Ben Marcus a lo largo y ancho de Norteamericanas Ilustres. Hay un ínfimo, irrisorio porcentaje de los libros que se publican de los cuales se puede extraer cualquier párrafo al azar, despojarlo de contexto y, aun así, flipar con el párrafo aislado de su ecosistema. Y, yendo más lejos, habida cuenta que suelen ser textos donde prima la calidad sobre el interés de la narración, sobre la idea que faculta la sucesión de acontecimientos, también suelen ser libros donde si en el todo que conforma la sucesión acorde a un orden de sus textos no puede serte más indiferente, cada párrafo aislado lleva asociada de forma unívoca la palabra irrelevancia. Con Norteamericanas Ilustres no ocurre eso, sino al revés: cada párrafo aislado te genera un interés inusitado por saber más acerca de esa familia, la supresión voluntaria del lenguaje, los censos nominativos o el palo Thompson, según el párrafo extraído se ocupe de un tema u otro. Es, en cierta forma, esa mirilla por la que puedes vislumbrar un 20 o un 30 por ciento de algo oculto al campo visual pero que precisamente ese 20 o 30 por ciento funciona más que a la manera de una porción como un anticipo, una suerte de promesa de que lo que todavía no has visto es incluso mejor y más fascinante.
El otro motivo que justifica el primer párrafo es la racha de aciertos de Diego y el corpus que conforma dicha racha. Podría atribuir al azar o a su buen tino haber precedido a Norteamericanas Ilustres con el tremendo Las Enseñanzas De Don B (Donald Barthelme) y el excepcional Pastoralia (George Saunders), pero casando la cronología secuencial de los hechos con la naturaleza, forma y contenido de los libros antedichos así como su voluntad anticipatoria de lo que terminaría haciendo Ben Marcus no queda más que inclinarse a concluir que Diego obró una suerte de disciplina, una preparación previa exponiéndome a dos autores a los que desconocía por completo y que a su vez me iban a ser imprescindibles para aventurarme en un futuro tercer autor también desconocido para mí (Ben Marcus) el cual, encima, es calvo y posa en las fotos son una sonrisa de esas para uno mismo que son imposibles de atenuar porque proceden de un fortísimo sentimiento de “soy la polla” que en Ben, ateniéndonos exclusivamente a lo físico, a lo que sería su hipotética foto DNI caso de residir en España, parece a todas luces injustificado cuando no directamente en conflicto con los conceptos “cánon de belleza” y “percepción mesurada del yo”.
De Norteamericanas Ilustres diré poco porque considero que lo mejor es acceder a semejante obra maestra suprema de la escritura sin saber nada de ella. Lo ideal, de hecho, es que a uno le sorprendan regalándole el libro y quede sorprendido por esa portada tan rara que remite al cuerpo de texto de un catálogo de los primeros dos miles, una porción de una enciclopedia o glosario o cualquier soporte que sirva para indexar y archivar. Una portada que, más adelante, al acabar el libro, se comprenderá por qué es una decisión editorial y estética -además de en consonancia con lo que ofrece el texto- que no responde a arbitrariedad alguna sino que es que no podía haber sido otra, por mucho que choque que la foto esté en contraportada y no del revés. A fin de no desvelar nada sólo diré que, de obras que yo conozca, sean ficciones escritas o audiovisuales, el único parangón que encuentro con Norteamericanas Ilustres es aquel The Falls de Peter Greenaway que fue tanto falso documental (con afán archivista rayano en el TOC) como libro. Hay ciertos elementos comunes, si bien muy tangenciales: el lenguaje, los pájaros, los listados, la preeminencia de organizaciones, comisiones y corporaciones, las alteraciones conductuales, una especie de punto jonbar que sirve de detonante (en Norteamericanas Ilustres no muy claro y difuso, en The Falls un suceso concreto denominado Evento Violento Desconocido), el acceso a un nuevo estado del mundo a través de una serie de individuos muy concretos, el desarrollo de nuevos cultos... pero aclararé que si a Greenaway se le tiene -o tuvo en su día- como epítome de lo raro y excéntrico de forma autoinducida y potenciada, en favor de Marcus alegaré que nada en su libro es forzado ni actúa en privilegio de lo extraño de forma injustificada. Del revés, más bien: pocas veces he tenido la sensación con un libro de ver cómo el autor se iba metiendo a los charcos en cuanto a las ideas que vertebraban su trama y a la vez salía más indemne e impoluto de los barrizales en cuanto a los caminos elegidos para transitar por ellos. Todo es lógico acorde al mundo que expone, claro y preciso en cuanto a la información que administra y, sobre todo, divertidísimo. Pocas veces he visto un libro con tantísima frase por página en sí misma una obra maestra del lenguaje humorístico por yuxtaposición de términos además de opuestos nunca antes enfrentados. Algo así como el Jonathan Swift más satírico (el de Una Humilde Proposición) con los Monty Python más juguetones con el lenguaje (aquel “y en 1945 estalló la paz”, del por otra parte muy pero que muy relacionado con todo el subtexto sobre el lenguaje que aquí hay del sketch del Flying Circus sobre el chiste asesino), añadiendo ideas visuales muy próximas a los mejores momentos de aquella cumbre que fue Jam de Chris Morris (lo del cánido cabalgando y montando un humano, escrito en una diatriba del padre contra su hijo, es de llorar de risa).
¿Y lo malo? Pues que si alguna vez has escrito algo, o sueñas con que te publiquen lo que escribes, si lees Norteamericanas Ilustres y tienes un mínimo de vergüenza torera, desistes de seguir escribiendo o quemas todo lo que te hayan publicado. Enfrentarse a este libro existiendo la pretensión previa de ser escritor, dado que se habla de un mismo ámbito, la escritura, viene a ser un poco esa sensación que cada defensa de la NBA tenía el día que le tocaba jugar contra el Allen Iverson etapa Dios sabiendo que su labor iba a ser cubrirle, defenderle. Yo, antes de Norteamericanas Ilustres, siempre pensé que si un día me preguntaban qué libro me gustaría haber escrito diría o La Tournee de Dios o La Larga Marcha o El Monte Análogo. Ahora ya no. Ahora, y en adelante, siempre diré que Norteamericanas Ilustres.