Nostalgia de Cruzcampo

me transporta a los baches, a esos bares cutres de barra de chapa con su camarero que parece haber sobrevivido al caballo dos veces.

Hace unos años fui con mis padres a cenar a una taberna gallega en Valdelagrana donde uno, tras pegarle un mordisco a su famosa empanada, puede sentirse en el mismísimo Concello de Lugo junto a un señor mayor tristón de esos que no le piden un vino al camarero, se lo susurran. Al pedir la segunda cerveza me fijo -mi padre también- en que el grifo no es de Estrella Galicia. “¡Insensatos!” dije para mis adentros. ¿Cómo no van a tener Estrella Galicia en una taberna gallega? Mi padre y yo no podíamos creerlo. Digo yo que si un gallego viene aquí es para sentirse como en casa, ¿no? Para poner el modo morriña on.

Yo no soy gallego, pero el otro día fui a comprar un par de litros y me los dieron de Mahou. Y no tengo nada en contra de la chica que me los vendió, pero antes de pagarle estuve mirando de lejos la nevera de las bebidas buscando una botella de un litro algo más redondita y con el tapón rojo, con menos cuello pero con más acento. Una Cruzcampo, vamos. No tengo nada en contra de la Mahou, como diría un amigo: “Está la cosa como para elegir”, pero me faltaba algo. Porque yo me bebo lo que me pongan por delante, hasta el agua del villancico de los peces en el río, faltaría más, pero he de reconocer que tengo nostalgia de Cruzcampo. Y esa morriña de cerveza se debe a algo más que el sabor.

La Cruzcampo me transporta a los baches, a esos bares cutres de barra de chapa con su camarero que parece haber sobrevivido al caballo dos veces, esos que han mirado al diablo a los ojos y le han dicho “Todavía no, picha mía”, con las gafas de ver algo caídas que te pueden tirar las cervezas de barril que le pongas por delante mirando al tendido. Puede que más que al fabricante de cerveza eche de menos lo que rodea a ese momento. Todo es liturgia. El vaso fino servido por la mitad, la espuma con burbujitas, más efervescente que cremosa, ligera y fresquita. Una cortadita es un toco y me voy de manual. Tomarte una en un sitio y después en otro. Sin prisa pero entendiendo que la cerveza hay que pedirla en vaso grande por la mitad, porque ese vaso no es más que una oda a la vida. Saborear mucho lo que tienes en tus manos sabiendo que se va acabar dentro de nada.

Llámenlo morriña o nostalgia -morriña me mola más-, pero cada vez soy más consciente de que eso es lo que vende. No es que se hayan puesto de moda las camisetas de fútbol retro, es que echamos de menos a nuestros primeros ídolos. Me pasa lo mismo con la cerveza, estoy deseando encontrar una taberna que se llame “La gaditana” o algo por estilo para amarla y odiarla al mismo tiempo. Porque va a tener Cruzcampo, fotos antiguas de Cádiz y pescaíto, pero todo va a estar demasiado limpio.

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Nostalgia de Cruzcampo

me transporta a los baches, a esos bares cutres de barra de chapa con su camarero que parece haber sobrevivido al caballo dos veces.

Hace unos años fui con mis padres a cenar a una taberna gallega en Valdelagrana donde uno, tras pegarle un mordisco a su famosa empanada, puede sentirse en el mismísimo Concello de Lugo junto a un señor mayor tristón de esos que no le piden un vino al camarero, se lo susurran. Al pedir la segunda cerveza me fijo -mi padre también- en que el grifo no es de Estrella Galicia. “¡Insensatos!” dije para mis adentros. ¿Cómo no van a tener Estrella Galicia en una taberna gallega? Mi padre y yo no podíamos creerlo. Digo yo que si un gallego viene aquí es para sentirse como en casa, ¿no? Para poner el modo morriña on.

Yo no soy gallego, pero el otro día fui a comprar un par de litros y me los dieron de Mahou. Y no tengo nada en contra de la chica que me los vendió, pero antes de pagarle estuve mirando de lejos la nevera de las bebidas buscando una botella de un litro algo más redondita y con el tapón rojo, con menos cuello pero con más acento. Una Cruzcampo, vamos. No tengo nada en contra de la Mahou, como diría un amigo: “Está la cosa como para elegir”, pero me faltaba algo. Porque yo me bebo lo que me pongan por delante, hasta el agua del villancico de los peces en el río, faltaría más, pero he de reconocer que tengo nostalgia de Cruzcampo. Y esa morriña de cerveza se debe a algo más que el sabor.

La Cruzcampo me transporta a los baches, a esos bares cutres de barra de chapa con su camarero que parece haber sobrevivido al caballo dos veces, esos que han mirado al diablo a los ojos y le han dicho “Todavía no, picha mía”, con las gafas de ver algo caídas que te pueden tirar las cervezas de barril que le pongas por delante mirando al tendido. Puede que más que al fabricante de cerveza eche de menos lo que rodea a ese momento. Todo es liturgia. El vaso fino servido por la mitad, la espuma con burbujitas, más efervescente que cremosa, ligera y fresquita. Una cortadita es un toco y me voy de manual. Tomarte una en un sitio y después en otro. Sin prisa pero entendiendo que la cerveza hay que pedirla en vaso grande por la mitad, porque ese vaso no es más que una oda a la vida. Saborear mucho lo que tienes en tus manos sabiendo que se va acabar dentro de nada.

Llámenlo morriña o nostalgia -morriña me mola más-, pero cada vez soy más consciente de que eso es lo que vende. No es que se hayan puesto de moda las camisetas de fútbol retro, es que echamos de menos a nuestros primeros ídolos. Me pasa lo mismo con la cerveza, estoy deseando encontrar una taberna que se llame “La gaditana” o algo por estilo para amarla y odiarla al mismo tiempo. Porque va a tener Cruzcampo, fotos antiguas de Cádiz y pescaíto, pero todo va a estar demasiado limpio.

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