Hace poco me contó mi padre que, durante una charla reciente con un tío abuelo de la familia, este le contó una anécdota sobre la casa en la que vive mi abuela. Durante la guerra de Corea, cuando mi tío era pequeño, una de las cosas que más le gustaba hacer junto a sus primos era pasar las tardes en una habitación de esa casa pegados a la radio escuchando los partes de guerra que se emitían por aquel entonces. En esa época, él era un niño obsesionado con los aviones de combate, por lo que adoraba escuchar ese ruido bélico que se oía de fondo mientras el periodista de turno informaba del conflicto.
Horas más tarde, paseando por la ciudad en bicicleta, no podía sacarme de la cabeza la imagen de aquellos niños -ahora no lo son tanto- embobados, en silencio, frente al transistor. Qué envidia, ¿no? Ya casi no recuerdo lo que es imaginarme algo sin verlo. Ahora la radio se ve, no se imagina, al igual que los vestuarios de los equipos de fútbol y las playas perdidas de la mano de Dios. Antes sólo podíamos acceder a ciertas calas por el boca a boca en vez de hacerlo gracias a Tik Tok. Y en realidad lo de las playas me da un poco igual, porque mi envidia reside en los días de radio que disfrutaban esos niños. Una envidia fruto de aquello que no he vivido pero que me hubiese encantado.
Tanto Ángel Insua como Alba Pla, y a veces -demasiadas- un servidor, hemos escrito en Sustrato sobre nostalgia, pero al igual que Segundo Premio no es una película sobre los planetas, esto no va sobre lo que ha pasado y echo de menos. Aquí hemos venido a hablar de la nostalgia de lo no vivido. Porque con la nostalgia pasa lo mismo que con las grasas y el colesterol, hay de dos tipos: de la buena y de la mala. No sé cuál de las dos es a la que más recurro pero, sin lugar a dudas, de la que más disfruto no es de ninguna de ellas. Mi favorita es la que revive cosas que nunca pasaron y que disfruto creyendo que sí.
Hay días en los que me sumerjo en estas vidas inventadas de las que tanto habla Garci y en las que no me importa bucear a pulmón. Mi cabeza fantasea con cosas que nunca hice. ¿Cómo es posible recordar lo que nunca has vivido? Tengo nostalgia de una tanda de naturales que nunca le pegué a aquel becerro, pero sonrío al recordarlo mientras uso de bufanda el humo del primer café del día.
Cuando el mundo me consume como un cigarro encendido en el cenicero de la rutina, escribo a máquina para viajar a un mundo más interesante cuyo aliciente no era si había WiFi en los aeropuertos o no. De pronto echo de menos las cabinas de teléfono y el correo postal; y maldigo que las pensiones estén en peligro de extinción por culpa de los airbnbs.
Algunas tardes, al salir del trabajo, paso por la puerta de la redacción un periódico local y me imagino ese mundial de los noventa que nunca llegué a cubrir. Todos allí, fumando como carreteros, tecleando en una sala de prensa hecha de cartón piedra en la que no había aire acondicionado pero sí ventiladores de techo.
Luego, por la tarde-noche, quedo con mi amigo Javi. Paseamos por Triana y nos reímos recordando aquel bar que siempre quisimos abrir. Ese en el que la barra sería de chapa y únicamente serviríamos botellines congelados y ensaladilla y al que llamaríamos Barullo. Entre el beber y el comer hacemos hueco para imaginarnos esos paseos de noche que nunca dimos con aquellas chicas que volaron igual de rápido que el verano. “La noche oscura. Y ella, como siempre, iluminándolo todo” escribimos Javi y yo en una servilleta que acabará, como todo lo imaginado durante el día, en el desguace de la memoria.
No sé cómo se siente uno al terminar una media maratón, pero recordar cosas que no has vivido resulta agotador.