Nadie nos dijo hace unos años que hacerse mayor era ir dejando amigos atrás, recomponer el corazón unas cuantas veces y que nuestros bares echasen el cierre. Todo esto duele mucho, pero lo que más es no volver a esos lugares en los que fuimos más nosotros que nunca, en los que celebramos y, en alguna ocasión, lloramos. Aquellos en los que “Se nos salía / el amor por el borde / de nuestras copas”, el haiku que creó Luis Alberto de Cuenca en honor de Balmoral, su coctelería de referencia -y de otros muchos grandes de la cultura, de la vida y de la noche-, un bestiario de seres maravillosos y tan reales que parecían fantásticos, en el barrio de Salamanca de Madrid. La misma a la que Gistau le escribió: “Cuando cerró Balmoral y tapiaron la puerta con ladrillo, uno pensó que algunos habituales habrían preferido quedarse dentro y compartir el destino terminal del bar, igual que el pianista de Novecento con el transatlántico del que jamás desembarcó”.
Paso por los locales que otrora fueron mis, nuestros, bares, cafeterías, restaurantes, pubs, garitos inmundos o discotecas, y giro la cabeza para no verlos vacíos, desposeídos de esa vida y encerradas entre esas paredes tantos recuerdos que sirven para mantener las vidas de varias generaciones. Peor aún cuando sean convertidos en gimnasios, tiendas saludables y demás patrañas. Lo que fuimos y en lo que estamos quedando. Leí a Diego Medrano que antes la gente se ponía sus mejores galas y anudaba la corbata para tomar chismes en sitios inmundos con olor a humedad y paredes desconchadas, pero con identidad y orgullo de barra. Ahora, sin embargo, parece que se han invertido los términos: se va de cualquier manera, todo vale, a sitios monos e instagrameables, pero que todos parecen clonados cual oveja Dolly. Me duele y me molesta, no soy capaz de identificar el momento en el que nos convertimos en auténticos gilipollas.
En mi memoria se agolpan chigres míticos que forman parte de mi educación sentimental, me atrevería a decir que de mi educación en general. Observar, memorizar, crear; en esto se basa toda nuestra existencia. Y en pocos lugares se da la oportunidad de ejercerlo tanto como encima de un taburete o alrededor de una mesa.
Me da pena que las nuevas generaciones -esas que tienen miedo a comunicarse en directo, al contacto físico, a ligar en el cara a cara, por la vagancia y la comodidad de unos padres que no supieron estar a la altura y prefirieron recrearse en la comodidad y la niñez perpetua- no tengan estos lugares legendarios en su imaginario. Lloro pensando todo lo que dejamos atrás con el paso de los años, disfruto de lo que nos queda y lo bueno que aparece, sonrío pensando en que el futuro, aunque incierto, está en nuestras manos y en una gota de azar.