Nuevos comienzos, nuevos gymbros

Ahora que me he mudado a Madrid por un tiempo debo hacerme al barrio.

Ahora que me he mudado a Madrid por un tiempo debo hacerme al barrio. La vida -y el horario de mi peluquero en Cádiz- ha querido que me venga con el pelo largo, así que paso los días buscando por el barrio una peluquería que no me pegue un clavazo por cortarme las puntas. También tengo otros deberes, como encontrar supermercados cerca de casa, algún local de alimentación que me salve la papeleta de vez en cuando y una frutería de confianza. Reconozco que estas labores no me cuestan, es más, disfruto siendo un viejoven que pasea por el barrio y se pone las manos atrás para ver a cuánto está el kilo de plátanos.

Pero si tuviese que elegir la tarea más ardua hasta la fecha, en mi adaptación a la gran ciudad, es la de acomodarme en el gimnasio. En casa saben que soy un experto en cambiar de gimnasio una y otra vez. Ya sea por la falta de constancia de quien escribe o por la poca amabilidad de algunos de los dueños en el trato, he cambiado de gimnasio más que el Loco Abreu de equipo de fútbol. 

Nada más entrar, me encuentro con un panel táctil que me da la bienvenida al centro. Una de las trabajadoras me ayuda a poner mis datos y a elegir entre tarifa comfort o premium. Dios mío, por momentos parecía una señora mayor en una sucursal bancaria haciendo un ingreso. “¿No sería más fácil rellenando una ficha con un boli?” me entraron ganas de preguntarle a la amable chica que me atendió. No sé, problemas de viejóvenes. Pensé que no podía ir a peor la cosa, pero, al entrar en la sala de musculación, fui testigo del nuevo concepto del gymbro que habita los gimnasios de Madrid

En mi antiguo gimnasio solo había un par de chavalitos jóvenes. El resto de la tribu eran puretones mazaos que vestían con petos Kelme de fútbol o camisetas viejas que te saludaban muy amablemente al entrar. Pero en mi nuevo gimnasio todo es distinto. He sido incapaz de identificar a la fauna del lugar. Todos de negro, con camisetas anchas y calzonas negras. Todos con gorras y converse altas del mismo color. La luz tenue de la sala de máquinas acompañaba de maravilla sus outfits posteables. Y entre esa marabunta de bufidos, gente levantando hierro y grabandose para ver si están haciendo bien el ejercicio, aparezco yo, con mi camiseta Billabong vieja, unas calzonas Artengo y mi toalla de propaganda, protagonizando una escena digna de Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”.

Me acerco sigilosamente a un tipo que está descansando entre series y le pregunto si está libre la máquina. El macho común del gimnasio, sin mediar palabra alguna, asiente con la cabeza para hacerme entender que puedo ponerme ahí. Todo es extraño para mí, pero seguramente yo también sea raro para ellos. Puede que esté exagerando porque es mi primera vez en una cadena de gimnasios y tal vez sean así en todas las ciudades, pero es que yo vengo de un gimnasio muy de barrio.

Nunca olvidaré el día que mi hermana, que por aquel entonces vivía en Madrid, vino conmigo al gimnasio en Cádiz y al entrar al vestuario para llenar su botella de agua salió pálida de allí y me dijo: “Hay una señora dentro limpiando en el lavabo el pescado que acaba de comprar en la plaza” y yo no podía parar de reír. Que sí, que es una cerdada, pero no hay nada como un sitio con solera.

Aún tengo un listado de tareas que cumplir como tener un bar de confianza en el que se coma por dos duros. Y ojalá no tenga que escribir nada acerca de mi nuevo corte de pelo ni del peluquero que lo haga.

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Ahora que me he mudado a Madrid por un tiempo debo hacerme al barrio.

Ahora que me he mudado a Madrid por un tiempo debo hacerme al barrio. La vida -y el horario de mi peluquero en Cádiz- ha querido que me venga con el pelo largo, así que paso los días buscando por el barrio una peluquería que no me pegue un clavazo por cortarme las puntas. También tengo otros deberes, como encontrar supermercados cerca de casa, algún local de alimentación que me salve la papeleta de vez en cuando y una frutería de confianza. Reconozco que estas labores no me cuestan, es más, disfruto siendo un viejoven que pasea por el barrio y se pone las manos atrás para ver a cuánto está el kilo de plátanos.

Pero si tuviese que elegir la tarea más ardua hasta la fecha, en mi adaptación a la gran ciudad, es la de acomodarme en el gimnasio. En casa saben que soy un experto en cambiar de gimnasio una y otra vez. Ya sea por la falta de constancia de quien escribe o por la poca amabilidad de algunos de los dueños en el trato, he cambiado de gimnasio más que el Loco Abreu de equipo de fútbol. 

Nada más entrar, me encuentro con un panel táctil que me da la bienvenida al centro. Una de las trabajadoras me ayuda a poner mis datos y a elegir entre tarifa comfort o premium. Dios mío, por momentos parecía una señora mayor en una sucursal bancaria haciendo un ingreso. “¿No sería más fácil rellenando una ficha con un boli?” me entraron ganas de preguntarle a la amable chica que me atendió. No sé, problemas de viejóvenes. Pensé que no podía ir a peor la cosa, pero, al entrar en la sala de musculación, fui testigo del nuevo concepto del gymbro que habita los gimnasios de Madrid

En mi antiguo gimnasio solo había un par de chavalitos jóvenes. El resto de la tribu eran puretones mazaos que vestían con petos Kelme de fútbol o camisetas viejas que te saludaban muy amablemente al entrar. Pero en mi nuevo gimnasio todo es distinto. He sido incapaz de identificar a la fauna del lugar. Todos de negro, con camisetas anchas y calzonas negras. Todos con gorras y converse altas del mismo color. La luz tenue de la sala de máquinas acompañaba de maravilla sus outfits posteables. Y entre esa marabunta de bufidos, gente levantando hierro y grabandose para ver si están haciendo bien el ejercicio, aparezco yo, con mi camiseta Billabong vieja, unas calzonas Artengo y mi toalla de propaganda, protagonizando una escena digna de Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”.

Me acerco sigilosamente a un tipo que está descansando entre series y le pregunto si está libre la máquina. El macho común del gimnasio, sin mediar palabra alguna, asiente con la cabeza para hacerme entender que puedo ponerme ahí. Todo es extraño para mí, pero seguramente yo también sea raro para ellos. Puede que esté exagerando porque es mi primera vez en una cadena de gimnasios y tal vez sean así en todas las ciudades, pero es que yo vengo de un gimnasio muy de barrio.

Nunca olvidaré el día que mi hermana, que por aquel entonces vivía en Madrid, vino conmigo al gimnasio en Cádiz y al entrar al vestuario para llenar su botella de agua salió pálida de allí y me dijo: “Hay una señora dentro limpiando en el lavabo el pescado que acaba de comprar en la plaza” y yo no podía parar de reír. Que sí, que es una cerdada, pero no hay nada como un sitio con solera.

Aún tengo un listado de tareas que cumplir como tener un bar de confianza en el que se coma por dos duros. Y ojalá no tenga que escribir nada acerca de mi nuevo corte de pelo ni del peluquero que lo haga.

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