Aceptar que uno es el libro que está leyendo en ese momento implica reconocerse a veces como un hombre estancado. No poder leer más de tres páginas seguidas porque, por esas cosas que tiene Dios de vez en cuando, todo le recuerda a la misma persona. No pensar ya en el libro, sino en el cómo y en el cuándo pasarle este o aquel fragmento al susodicho. Con qué excusa decir “esto parece que está escrito pensando en ti”, cuando lo que realmente uno quiere decir es “leo pensando en ti”.
Con las canciones es diferente. Parecido, de una intensidad más concentrada, menos esclava. De repente suena esa canción, esa puta canción, y las certezas que creías tener se desmoronan, tú solito llegas a la conclusión de que la incertidumbre y el caos mental es el estado natural de las cosas. Chico, mala suerte. Son solo tres minutos y ale, a otra cosa, no 200 páginas recordándote lo mismo. 200 páginas y en cada una de ellas una excusa para hablarte.
Con lo humillante que es siempre desempolvar en el buscador de Whatsapp, buscar después de tanto tiempo su nombre, compartir una foto del fragmento en cuestión -un poco cutre, que tampoco parezca que has puesto demasiado empeño- y acompañar el párrafo o la frase elegida con un lastimoso “me he acordado de ti”, como rogando una coartada que justifique el nuevo intento de contacto.
Los dos sabemos que es mentira. Que no es que me haya acordado de ti ahora, fruto de este puñadito de frases tan bien construidas que hablan de mí, de ti, de lo que nos pasó, de lo que pudo haber pasado y de lo que todavía estamos a tiempo de que pase. No es eso, no. Lo que pasa, lo que me pasa cuando te digo que no me pasa nada, es que realmente siempre te estoy pensando. Y todo lo que me ocurre, todo lo que surge a mi alrededor, una canción, un párrafo, un tuit; todo lo relaciono de una manera u otra contigo.
Lo peor de prestar libros no es el evidente riesgo que se corre de que nunca te sean devueltos, sino el todavía más humillante trámite de tener que pedirlos de vuelta. “No hay ninguna prisa, pero sí que me gustaría que me lo devolvieses cuando lo acabes, es un libro al que le tengo mucho cariño y encima está dedicado”. Y un jaja o una carita sonriendo para mitigar un poco lo pasivo agresivo del mensaje.
Lo peor de que te presten libros, en cambio, es descubrir cómo funciona la cabecita de quien te los presta. Leer libros prestados, con sus frases subrayadas y sus anotaciones en los márgenes, me parece una de las mayores invasiones a la intimidad ajena que conozco. Alguna vez he cogido un libro de la estantería de casa de mis padres y es como si hubiese visto a mi madre desnuda. Te haces el tonto, disimulas, te crees muy adulto. Pero esa imagen no se te va.
Precisamente por eso, nunca, bajo ningún concepto, en ninguna situación, prestes libros. Mejor regálalos. Y que le den a la economía colaborativa, que no somos ningunos hippies. Y además así demuestras que te encanta malgastar el dinero, derrochar sin sentido alguno de la mesura, que es a su vez una muestra de inconsciencia y de desprecio a la economía personal siempre súper atractiva.
Hace unos años tenía una idea para escribir una novela. No vale gran cosa, pero el punto de partida tiene su gracia. O por lo menos a mí me la hacía. Es un thriller, que es lo que nos gusta a los que no nos gusta la literatura. Un crimen imposible de resolver, muchos cabos sueltos y de repente un giro de guión loco. El tema es que el protagonista, que a su vez es un psicópata mayor que el asesino, logra descubrir a éste por sus lecturas. De casualidad se topa con un libro suyo, y como lo subrayado le resulta un poco turbio, empieza a tirar del hilo. Y así, movido por el morbo, libro a libro, anotación a anotación, va descubriendo una serie de pistas que le llevan directo al asesino. Crimen imposible resuelto. Le delataron sus propios libros. El pobre no sabía que nunca han de prestarse. Mejor regalarlos. Y ya que se encargue ella de subrayar. Es la única forma de cubrirse las espaldas.