En Érase una vez en Hollywood (Quentin Tarantino, 2019), en medio de una fiesta en la mansión Playboy, Steve McQueen le cuenta a una amiga que Sharon Tate, que andaba por allí, dejó a su prometido por Roman Polanski, presentes ambos en la fiesta. La amiga, que apura su cigarro mientras observa cómo bailan los tres vértices de este triángulo amoroso, le dice que en todo este enredo sólo hay una cosa clara, Sharon tiene un tipo de hombre: bajito, mono, con mucho talento y con cara de niño de 12 años. Yo nunca tuve opción, replica, lacónico, McQueen.
Si el puto Steve McQueen nunca tuvo opción, cómo la vamos a tener nosotros. Suele pasar en ese momento en el que crees que todas las canciones hablan de ella. Las tramas que el destino va escribiendo, tan tragicómicas ellas, avanzan inmisericordes a cualquier voluntad. No es que el diablo esté en los detalles. El diablo son los detalles.
Hace un tiempo conocí a una chica de cuyas múltiples virtudes sólo destacaré la más importante de todas, era divertida como ella sola. A mí, sólo con eso, en principio ya me hubiese bastado, pero es que además era guapa y nos gustaba la misma música. Y no sigo porque tampoco es cuestión de ponernos nostálgicos y empapar ahora el teclado de lágrimas. Pero había un problema. Era idéntica a la exnovia de un amigo. Ni siquiera de un íntimo, hace por lo menos ocho años que no nos vemos. Pero fue amigo, al fin y al cabo, en esa época universitaria en la que las personas llegan con mucha intensidad a tu vida cada media hora y, cinco años después, te preguntas si toda aquella gente, todas esas noches, todas esas promesas existieron de verdad o sólo fue un gran sueño.
El amigo en cuestión había sufrido lo indecible por culpa de su por entonces señora, que le engañó con un tercero y varias veces, y una vez pillada suplicó perdón y vuelta al redil, hasta que a los meses le abandonó para siempre con un cuarto que duró lo que tardó en llegar el quinto. Le utilizó de pañuelo, hizo la liana y no sé a cuántos más tópicos de adúlteros puedo recurrir para reflejar aquel duelo eterno del colega, con lo que impresiona siempre el dolor ajeno causado por un desamor a una edad temprana.
Todo ello contribuyó a crearse en mi cabeza una fama de lagarta en la susodicha que una década después habría de pagar una joven pizpireta sin más pecado que el de su belleza. Todas las muy guapas siempre se parecen. Para colmo se llamaban igual, y no sólo eso, también eran de la misma ciudad, que no era Nueva York precisamente, y mira, que Dios le ponga pruebas de incorruptibilidad al Santo Job o otro más dispuesto, pero conmigo, que siempre he sido muy inconstante, que no cuente.
Así pasó, ya de vuelta al siglo XXI, que a veces le ponen a uno imposible lo de enamorarse. Y cuando bebíamos, es decir, todos los días que nos vimos, a eso del cuarto vino yo ya estaba tentado de sacar el móvil del bolsillo y mandarle un WhatsApp al lejano compadre, si es que aún conserve su teléfono, y escribirle Ey qué tal tío cómo va todo oye te juro que te lo puedo explicar.
Que es un sentimiento de culpabilidad que sólo padecemos los muy paranoicos o los muy católicos, igual de absurdo que el experimentado al hacer reír mucho a la novia de un amigo o a follar con alguien en sueños salvajemente, y, a los días, ver al responsable de tan acalorado despertar tan pichi, como si entre nosotros no hubiese pasado nada.
Qué culpa tendríamos nosotros dos de la brutal impresión que hace diez años causaron en mí unos cuernos puestos como Dios manda, con maldad, reincidencia y gozo. Ya daba igual, estábamos sentenciados desde antes de conocernos. Ella y yo nunca tuvimos opción. Ahora bien, ¡cómo nos reímos!