Dese prisa usted que se le acaba el chollo. Que septiembre asoma por el retrovisor y en diez diitas los temas de conversación en la máquina del café serán la vuelta al cole o que hay que ver lo gordo que se ha presentado Jesús Ángel tras las vacaciones, no sabe controlarse el muy animal. Si lo tiene que hacer, hágalo ya. No se quede con ello dentro, que acaba enquistándose. Además, qué coño, nunca nadie se ha arrepentido de ser valiente. No renuncie al acto siempre irreverente, nunca manido y sobre todo, finísimo, como de intelectual de izquierdas, de profesar públicamente un odio casi yugoslavo hacia Madrid y, por extensión, hacia los habitantes que en ella hacemos vida. Nos lo merecemos. Si además usted padece el infortunio de habitar en la Villa y Corte, con más motivo. Quéjese de los madrileños desde Madrid, que da como más credibilidad al discurso. Uno se queda agustísimo llamándose gilipollas a sí mismo y a familiares y amigos.
No quisiera yo agobiarle ni dármelas de cagaprisas, pero si hay que elegir una fecha para hacer bandera del antimadrileñismo, que sea en verano, que es cuando la mochufa arramblamos con todo en esa manía tan nuestra de invadir los pueblos de nuestros abuelos. Dios, qué asco nos tengo. Da igual el credo político en el que usted milite, por eso no se tiene que preocupar. El discurso anticapitalino marida estupendamente con el conservadurismo más rancio, los nacionalismos periféricos (en el caso de que existan diferencias con el punto anterior) y el progresismo identitario. Aquí puede quejarse todo Dios, faltaría más. Ni siquiera es impedimento ser madrileño para odiar al gremio. Ya digo, despreciar Madrid no es un lugar común ni un acto de propaganda barata ni siquiera la más adulta de las pulsiones. Es, antes que todo eso, un derecho adquirido del que gozamos todos los compatriotas, hermanados en el oprobio ante una de las pocas certezas comunes que vertebran España.
Cierto es que hay un problema de indefinición. Porque ni siquiera los que hemos nacido en Madrid sabemos exactamente qué es Madrid. He de confesar, en mi condición de madrileño hijo de padres nacidos en pueblos vallisoletanos y palentinos, que nunca he sentido un especial orgullo por “lo madrileño”, y al observar con el tiempo que la mayoría de “madrileños” -por extensión tautológica, la gente que da forma al concepto “Madrid”- están en las mismas que yo, aquello de englobar a siete millones de personas en un mismo carácter, usos y costumbres nunca he acabado de verlo claro. Como si uno fuese madrileño por gusto y no por necesidad.
Si puede, quéjese también de eso. Cómo es posible que en una época de identitarismos patrios esta ciudad de la que nadie es pero a la que todo el mundo viene a prosperar carezca de sentido de pertenencia. A mí, que en tanto que madrileño soy imbécil, precisamente lo que más me gusta de Madrid es su falta de identidad con la que dar la tabarra, esa voluntad iconoclasta que aún mantiene por mucho que se empeñe la Presidenta en querer hacer ver que los siete millones, desde Fuencarral hasta Carabanchel, bailamos chotis y comemos bocata de calamares en el Brillante y nos flipa emborracharnos en las terrazas de Olavide mientras ligamos con mexicanas y quien más quien menos ha ido de after al tanatorio de la M30 que las copas están muy baratas. Que la realidad no nos arruine un buen cliché.
Discúlpeme los ataques de dignidad. Ignore también, en la medida de lo posible, que en esta ciudad hecha de inmigrantes los madrileños seamos palentinos, gijoneses, andaluces. O hijos de tales. Si hasta nosotros mismos compartimos el sanísimo vicio de quejarnos de otros tantos madrileños cuando vienen a nuestras Palencias, Gijones y Andalucías de turno a hacer exactamente lo mismo que nosotros hacemos cuando vamos por ahí de turisteo. No se piense usted que uno pase Guadarrama y le den un manual de cómo comportarse para ser un auténtico cretino, es que la naturaleza humana es así. Siento decirlo pero el madrileño no es especial per se. No hay nada que lo diferencie del alicantino o del ovetense.
Pero no se amilane por ello, usted odie Madrid y hágalo saber, sin importar si vive aquí o tiene una hija que ha venido a estudiar Bellas Artes. Manténgase firme en su convicción de que los madrileños son muy diferentes a usted. En el fondo no hay nada más madrileño que quejarse de los madrileños. De todos y cada uno de ellos, ¿eh? Qué más dará que el beneficiario de su ira sea charcutero o magistrada del Tribunal Supremo. Si vive en Madrid, tonto seguro. Y malvado. Téngalo siempre presente. Odie Madrid y, sobre todo, no deje que ningún madrileño le cuestione la conveniencia de ejercer su libre derecho a odiar Madrid.