Decía Lorca —lo cantaba Camarón— que el sueño va sobre el tiempo flotando como un velero. Y en el fútbol, el pelotero busca la premonición de la noche anterior esquivando piernas entre césped y cal. Solo unos pocos pueden ejecutar lo que sueñan, como si en un pacto con Morfeo el jugón decidiese llevar a cabo lo imaginado aun sabiendo que no será perfecto. Y ahí radica la diferencia entre el futbolista y el que sabe jugar al fútbol. La búsqueda de la perfección en vez de la inspiración. Por eso no existe un cuadernillo rubio del caño o del regate. Porque un papel en blanco, un lienzo o un balón en conducción hacen que el artista, el jugador en este caso, se exprese con la mayor incorrupción posible. Libre.
Entiendo que el futbolista por el que uno paga una entrada es ese que sueña con el control que va a realizar antes de ejecutarlo. El que juega con el aficionado al olvido y al perdón de la jugada anteriormente fallada. Porque si el futbolista se relame con cada balón que le llega es porque lo entiende como una oportunidad, y el público asumirá el fallo futuro en vez de reprochárselo. Y pasa en Cádiz que, cuando el 22 se ensimisma, mete el mentón en el pecho y se dedica a dejarse llevar allá por donde su intuición y sus piernas le lleven, el público, soberano, le reconoce la intención y el esfuerzo.
Cuando el Cádiz contrató a Ontiveros yo solo podía pensar en todos esos memes que nadaban por twitter o aquellas historias que se leían de cuando era jugador del Valladolid y se gastaba miles de euros cada noche que salía de farra. Pero más allá de parecer un peligro público —púbico también— para la prensa, había una parte de mí que se esperanzaba con el hecho de ver el resurgir de un meme andante.
Decía Milena Busquets que la gente que dice que no se quiere volver a enamorar es como la gente que dice que no quiere tener ningún perro después de la muerte del último. Normalmente mienten. Y juro que no quería volver a ilusionarme. No quería pasar otra vez por el luto que viven los equipos pequeños al ver cómo se marchan sus estrellas en busca de algo mejor. Pero Ontiveros se puso a tirar piedrecitas a la ventana de los cadistas a medianoche como si de un amor de juventud americano se tratase. Quiere que bailemos, que tomemos ponche con él. Y así es imposible decir que no.
El pasado domingo bastaron cuatro acciones, cuatro pinceladas de jugón con las que el bueno de Javi logró poner en pie a ese coso ubicado en la avenida que, para lo bueno y para lo malo, nunca olvida. Primero, un pase en una jugada ensayada que acaba en gol de Mario Climent para abrir el marcador. Después, un balón con un lazo y dedicatoria para De la Rosa, canterano discutido que estuvo en la rampa de salida este mercado, pero que celebra su primera titularidad con gol gracias a un regalo de Ontiveros. El tercer acto viene de la mano de un centro teledirigido a la cabeza de un inconmensurable Chris Ramos con el banquillo visitante como espectador de primera fila y, por último, la única de las acciones que las estadísticas no pueden dar como asistencia pero que cuenta casi como un gol. Un balón procedente de un saque de banda que Ontiveros baja al piso para así dejar clavado al primero de sus contrincantes, seguido de una conducción hasta el borde del área donde, plantado, espera a los dos defensores del Cartagena. Mueve el cuerpo hacia dentro para después salir hacia fuera, poder crearse un espacio y poner un balón en el punto de penalti que nadie remata de forma clara, pero que Alex acaba convirtiendo en el que fue el segundo tanto del conjunto amarillo.
Les juro que yo no quería ilusionarme. Prefería ser un gruñón como el abuelo de Up, pero Ontiveros, con su estilo Morantista, pasándose a todos los contrarios muy cerquita, hace que me reconcilie con el chaval que se ilusionaba en aquellos partidos de Segunda B. Señoras y señores: con todos ustedes Javier Ontiveros: del meme al mito.