Otras vidas, otros Madriles

Decía Gracián que uno muestra lo que es en los amigos que tiene. Sostengo que, amistades aparte, también se puede conocer mucho a una persona según sea su relación con Madrid.

Porque uno detecta enseguida a quien las distancias, los metros y los cláxones le ahogan cancerígenamente y lo que verdaderamente ansía es una casita en el campo que llenar con niños y plantas, o bien al que la capital se le queda pequeña a los tres meses a fuerza de repetir mismos sitios y mismas compañías; como uno detecta también al que tanta pose y tanta estupidez malasañera le resultan el colmo de lo frívolo y el principal elemento cultural al que oponerse, o al que, por el contrario, el exceso de gallinejas y entresijos, de torreznos en cada bar y olor a fritanga en la ropa le supone una ordinariez anacrónica, casi incompatible con una vida mínimamente civilizada. Y así, de esta manera tan sencilla para la cual lo único que se requiere es el arte de la observación, uno puede averiguar sin demasiado esmero quién es el insurgente, quién el ávido, quién el sensato o incluso quién es el lánguido en el anterior grupo de amigos. 

Que el cuándo y el dónde son los complementos circunstanciales más relevantes en cualquier oración lo tenemos todos claro, pero quizá nunca lo son tanto como en lo referido al nacimiento. En mi caso, soy hijo de 1994 y de Madrid. Y lo digo así, otorgándoles la condición de padres, pues 1994 y Madrid son, precisamente, eso, mitos fundacionales y vertebradores de una vida, de mi vida en concreto, con una preponderancia muy superior a la de simples testimonios que jalonan una biografía.

En numerosas ocasiones durante estos treinta años que aún no me explico cómo pueden ser ya treinta, si anteayer eran veinte, me he preguntado cómo es posible que haya permanecido siempre aquí, en este rinconcito de la meseta, a excepción de aquel año salvaje en Roma hace una década, que tampoco importa demasiado porque nada tiene de real ni de sólido lo que acontece en esa adolescencia dentro de la adolescencia que es el Erasmus, y más si cabe si este es en Roma, que es como si una película ficción nos muestra de repente un sueño. Pues sí, algo muy estético y trascendente que jamás podremos olvidar pero se queda en eso, en simple sueño, flotando en el limbo de las vidas no vividas.

Pero qué me ata aquí, si no hay hipoteca ni pareja ni críos ni siquiera perro a la vista. No será por falta de veces que he fantaseado con la idea de plantarme el día menos pensado con cara de ale, majetes, ahí os quedáis, y largarme a un pueblo perdido en Palencia, o a Nueva York, mismamente, porque lo que me motivaba no fue nunca el destino sino la huida. No tanto las expectativas por lo que habría que encontrar sino la certeza de lo que dejaba atrás. No crear sino rumiar; no accionar, asimilar.

Pero, tal y como sugiere la tesis inicial, soy (somos) exactamente igual que la relación que tengo (tenemos) con Madrid. Sería ingenuo pensar que mi condición de hombre intermitente y ciclotímico, asiduo a la inestabilidad emocional y con más altibajos de los deseados no se reflejase en mi vínculo con Madrid. Hay días en los que, como Ray Loriga, ni yo mismo me soporto, y noches en las que me parezco un tipazo y pienso que, de haber nacido en otro cuerpo y bajo otro nombre, quisiera ser mi amigo. Y mis ganas de dejar Madrid se entremezclan con firmes convicciones puntuales de que no existe ciudad en el mundo como esta. Y si bien vuelvo del verano jurándome que esta vez sí lo dejo todo y lo que necesito es instalarme en un lugar con playa, es volver a la rutina y autoconvencerme de que no hay combinación mes-ciudad como septiembre en Madrid.

Son los treinta una edad en la que uno piensa que llega ya tarde a cualquier cosa, y sin embargo, está a tiempo de todo. Hay otras vidas por ahí. Hay otros Madriles. 

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