Paga y déjame tranquilo

Estoy harto. Mi generación es incapaz de distinguir la información de la basura.

Estoy harto. Es un hartazgo profundo, visceral, que no sale con un grito en voz alta ni con una conversación al calor de una cerveza fría. El agravio es constante. El otro día, un amigo me dijo que ahora, a modo de protesta, cerraba todas las noticias si al entrar le daban a elegir entre pagar o aceptar las cookies. “Es una normativa europea, no podemos hacer nada”, le dije. “Me da igual”, fue su respuesta. Ese mismo día, una compañera suya se enfadó conmigo. “No puede ser que tenga que pagar por todas las noticias que salen en El País. Ahora hay que pagar por todo. Las noticias deberían ser gratuitas”. 

Yo no sabía dónde meterme. Me dijo que a ella le gustaba mucho leer el periódico. Le dije: “Son 11 euros al mes, y por 17 euros tienes acceso a absolutamente todo. Te cuesta menos que la entrada en una discoteca de Madrid, y nosotros vivimos de eso. Yo vivo de eso. Gracias a esa miserable cantidad de dinero puedes entrar en el periódico y que no te bombardeen con publicidad”. “No quiero pagar”, me contestó, y su forma de decirlo me dolió como una bofetada en la cara, como una patada en la entrepierna. 

Hice como que no me importaba su desdén, sonreí y seguí con mi vida, es decir, escribiendo para uno de esos medios por los que nadie de mi generación quiere pagar. Esto me pasó fuera de Madrid. Pero aquí es lo mismo, la misma cantinela repetida hasta la saciedad, tanto que uno acaba por interiorizarla. Mi trabajo es una mierda, nadie quiere leer el periódico, “tienes que hacer tiktoks”, los medios mentimos, ocultamos, estamos dirigidos por intereses ocultos que conspiran para que Pedro Sánchez siga en el poder. 

Y eso fue antes de lo de Valencia. Porque luego llegó Valencia y me explotó en la cara esa sensación de ser el único cuerdo en un mar de locos y muertos. La equidistancia no gusta en un país enrabietado por los bulos y con ganas de sangre. Hay muertos en los coches, en las calles y entre los troncos que han llegado hasta la playa, y en una situación así no hay espacio para la mesura, para la distancia, para la repartición racional de culpas. No. Todo es blanco o negro. Así que me pasé los siguientes días discutiendo estrambóticamente con personas educadas que estaban convencidas de que Pedro Sánchez había conspirado para que muriera mucha gente en Valencia y sacar tajada política. 

Luego escucharon un audio en redes sociales, o vieron el testimonio de una especie de camionero tatuado, o el de un influencer desatado, o el de un pseudo periodista (Iker Jiménez) que decía que había miles de muertos en el centro comercial de Bonaire. Resulta que no había ninguno. Les cité la noticia del ABC, que había obtenido la exclusiva antes que nadie. Pensé que a lo mejor, como las redes sociales les han enseñado que El País es un hervidero de rojos a cargo de Sánchez, se fiarían más del ABC. 

No sirvió de nada. La información sobrevoló su cabeza y cayó al suelo. El sistema. Todo es un complot del sistema. Intenté poner TVE para ver el paletazo que había recibido Sánchez y el barro que habían lanzado al Rey. “Quita eso”, me dijeron. Pusieron Antena 3, con toda su gloria tremenda, con toda su grandísima soberbia. No lo entiendo. La especialización ha creado una sociedad de trabajadores cualificados tan profundamente ignorantes que son incapaces de distinguir la información de la basura. Genial. 

Pensaba que sabía hacia dónde iba este texto, pero he perdido el rumbo, porque mientras escribo pierdo la esperanza. Yo quería decir: hay que suscribirse. Suscríbete a El Mundo, al Norte de Castilla (al periódico de tu región), a El País, a elDiario.es, al ABC, a lo que sea, pero ponte a leer con profundidad la información. 

Suscríbete a uno de esos periódicos y déjate abrazar por la información contrastada por una vez en la vida, por favor, apúntate a las newsletter, lee las columnas de opinión interesantísimas de Joaquín Manso, el director de El Mundo, o la newsletter de Pepa Bueno, la directora de El País, y date cuenta. Por favor, date cuenta de que el mundo no es una conspiración, de que la gente que nos gobierna no es mejor ni más lista ni más macabra que nosotros. Suscríbete y hablemos, pero hablemos de la última columna de Leila Guerriero, de la última crónica de Pablo Ordaz desde Valencia o del último reportaje extravagante de El Mundo1

No puedo seguir hablando del último bulo sobre la mujer de Pedro Sánchez, de la última mierda que ha dicho Vito Quiles, del audio de un taxista cabreado que desvela una verdad oculta sobre el Gobierno. Es imposible combatir su desinformación. ¿Cómo lo hago? Ya no sirve con dar cifras oficiales o citar medios de comunicación reputados. Esas fuentes también han sido desacreditadas. Por mucho que las nombre, lo único que recibo de mi interlocutor es la indiferencia más absoluta, la altivez más irrespetuosa. 

Me miran por encima del hombro. El otro día volví de Valencia en un Blablacar, y al lado opuesto de donde me senté había una chica, joven, de unos 24 años, manchada de barro y con la mirada perdida en las conspiraciones de Twitter. Después de un rato hablando sobre temas inofensivos, llegó el tema de Valencia, y ella saltó enardecida para instruirnos en todas sus paranoias. Acabó hablando hasta de las vacunas del covid. Cuando se enteró de que era periodista, levantó la cabeza y dijo: “Anda que vosotros, vaya trabajo estáis haciendo”. 

No la contesté, no sabía qué decirle. Paga por la información, suscríbete a un periódico. No pagar por la información que utilizas para ubicarte en el mundo es como no pagar por la comida que te llevas a la boca. Lo único que te queda es la mierda. Mi generación tiene una carrera, dos másteres y ni una pizca de cultura general. Creen que esos títulos les dan derecho a opinar de todo, hablar de todo, saber todo, y no se dan cuenta de que no son más que unos engreídos ignorantes incapaces de distinguir la información de la basura. Paguen, lean, entérense de lo complejo que es el mundo, callen un poco, piensen un poco más y dejen de tocarme las narices.

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1 O suscríbete a sustrato para apoyar decisivamente voces independientes, desatadas y certeras como las de Dani (intrusiva nota del editor).

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Estoy harto. Mi generación es incapaz de distinguir la información de la basura.

Estoy harto. Es un hartazgo profundo, visceral, que no sale con un grito en voz alta ni con una conversación al calor de una cerveza fría. El agravio es constante. El otro día, un amigo me dijo que ahora, a modo de protesta, cerraba todas las noticias si al entrar le daban a elegir entre pagar o aceptar las cookies. “Es una normativa europea, no podemos hacer nada”, le dije. “Me da igual”, fue su respuesta. Ese mismo día, una compañera suya se enfadó conmigo. “No puede ser que tenga que pagar por todas las noticias que salen en El País. Ahora hay que pagar por todo. Las noticias deberían ser gratuitas”. 

Yo no sabía dónde meterme. Me dijo que a ella le gustaba mucho leer el periódico. Le dije: “Son 11 euros al mes, y por 17 euros tienes acceso a absolutamente todo. Te cuesta menos que la entrada en una discoteca de Madrid, y nosotros vivimos de eso. Yo vivo de eso. Gracias a esa miserable cantidad de dinero puedes entrar en el periódico y que no te bombardeen con publicidad”. “No quiero pagar”, me contestó, y su forma de decirlo me dolió como una bofetada en la cara, como una patada en la entrepierna. 

Hice como que no me importaba su desdén, sonreí y seguí con mi vida, es decir, escribiendo para uno de esos medios por los que nadie de mi generación quiere pagar. Esto me pasó fuera de Madrid. Pero aquí es lo mismo, la misma cantinela repetida hasta la saciedad, tanto que uno acaba por interiorizarla. Mi trabajo es una mierda, nadie quiere leer el periódico, “tienes que hacer tiktoks”, los medios mentimos, ocultamos, estamos dirigidos por intereses ocultos que conspiran para que Pedro Sánchez siga en el poder. 

Y eso fue antes de lo de Valencia. Porque luego llegó Valencia y me explotó en la cara esa sensación de ser el único cuerdo en un mar de locos y muertos. La equidistancia no gusta en un país enrabietado por los bulos y con ganas de sangre. Hay muertos en los coches, en las calles y entre los troncos que han llegado hasta la playa, y en una situación así no hay espacio para la mesura, para la distancia, para la repartición racional de culpas. No. Todo es blanco o negro. Así que me pasé los siguientes días discutiendo estrambóticamente con personas educadas que estaban convencidas de que Pedro Sánchez había conspirado para que muriera mucha gente en Valencia y sacar tajada política. 

Luego escucharon un audio en redes sociales, o vieron el testimonio de una especie de camionero tatuado, o el de un influencer desatado, o el de un pseudo periodista (Iker Jiménez) que decía que había miles de muertos en el centro comercial de Bonaire. Resulta que no había ninguno. Les cité la noticia del ABC, que había obtenido la exclusiva antes que nadie. Pensé que a lo mejor, como las redes sociales les han enseñado que El País es un hervidero de rojos a cargo de Sánchez, se fiarían más del ABC. 

No sirvió de nada. La información sobrevoló su cabeza y cayó al suelo. El sistema. Todo es un complot del sistema. Intenté poner TVE para ver el paletazo que había recibido Sánchez y el barro que habían lanzado al Rey. “Quita eso”, me dijeron. Pusieron Antena 3, con toda su gloria tremenda, con toda su grandísima soberbia. No lo entiendo. La especialización ha creado una sociedad de trabajadores cualificados tan profundamente ignorantes que son incapaces de distinguir la información de la basura. Genial. 

Pensaba que sabía hacia dónde iba este texto, pero he perdido el rumbo, porque mientras escribo pierdo la esperanza. Yo quería decir: hay que suscribirse. Suscríbete a El Mundo, al Norte de Castilla (al periódico de tu región), a El País, a elDiario.es, al ABC, a lo que sea, pero ponte a leer con profundidad la información. 

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No puedo seguir hablando del último bulo sobre la mujer de Pedro Sánchez, de la última mierda que ha dicho Vito Quiles, del audio de un taxista cabreado que desvela una verdad oculta sobre el Gobierno. Es imposible combatir su desinformación. ¿Cómo lo hago? Ya no sirve con dar cifras oficiales o citar medios de comunicación reputados. Esas fuentes también han sido desacreditadas. Por mucho que las nombre, lo único que recibo de mi interlocutor es la indiferencia más absoluta, la altivez más irrespetuosa. 

Me miran por encima del hombro. El otro día volví de Valencia en un Blablacar, y al lado opuesto de donde me senté había una chica, joven, de unos 24 años, manchada de barro y con la mirada perdida en las conspiraciones de Twitter. Después de un rato hablando sobre temas inofensivos, llegó el tema de Valencia, y ella saltó enardecida para instruirnos en todas sus paranoias. Acabó hablando hasta de las vacunas del covid. Cuando se enteró de que era periodista, levantó la cabeza y dijo: “Anda que vosotros, vaya trabajo estáis haciendo”. 

No la contesté, no sabía qué decirle. Paga por la información, suscríbete a un periódico. No pagar por la información que utilizas para ubicarte en el mundo es como no pagar por la comida que te llevas a la boca. Lo único que te queda es la mierda. Mi generación tiene una carrera, dos másteres y ni una pizca de cultura general. Creen que esos títulos les dan derecho a opinar de todo, hablar de todo, saber todo, y no se dan cuenta de que no son más que unos engreídos ignorantes incapaces de distinguir la información de la basura. Paguen, lean, entérense de lo complejo que es el mundo, callen un poco, piensen un poco más y dejen de tocarme las narices.

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