Circula por redes (que me lleven al Imserso por empezar así un texto) un video de un conocido politólogo, cuya presencia es frecuente en las tertulias televisivas, diciendo que es un gran partidario de mentir, y que a los jóvenes hay que decirles que la Unión Europea les va a dar becas, aunque no tenga competencia sobre eso. No seré yo quien haga un análisis sesudo de las consecuencias políticas de una actitud así. A mí me interesa lo de mentir.
Me ha dado por defender últimamente que hay en la sociedad una serie de mentiras necesarias y constituyentes. Y, aunque me dé vergüenza coincidir con un tertuliano, me pregunto si va tan desencaminado defendiendo la necesidad de mentir, toda vez que con nosotros lo hacen prácticamente desde que tenemos conciencia. Ahí está el triunvirato formado por Papa Noel, los Reyes Magos y el ratoncito Pérez.
Así se empieza, por las pequeñas mentiras, y por sus pequeñas caídas del guindo. Tanto aquellas como estas, sin embargo, se van con el tiempo haciendo más grandes (y más constituyentes). Poco a poco uno va descubriendo las verdades que nos han estado ocultando, como que el altruismo genuino es extremadamente raro, igual que la maldad pura. O como que, no, no eres un genio y vas a cambiar el mundo porque te aburras en clase del conocimiento del medio. O la que para mí es la más importante de las caídas del guindo: que no hay ninguna relación de causalidad entre envejecer y madurar, si es que existe realmente la madurez.
Estás en quinto de primaria, pasan los de secundaria por el patio y dices: “Qué mayores son”. Llegas a 3° de la ESO, ves a los de bachillerato y piensas: “Esa gente sí que es adulta de verdad”. Pero ya tienes 17 años y aún nada. Así que miras aún más para arriba: a los universitarios, que ya conducen y que además estudian lo que les gusta. Y, de repente, estás en la universidad, es jueves, te acabas de tomar un chupito asqueroso y, no, mañana tampoco vas a ir a clase. Así que te levantas con resaca, pero te dices: “La madurez llegará cuando tenga trabajo”.
Ya te sale la barba, te duele un poco la espalda (lo hará más), y en tu trabajo un tipo de 50 años con tres hijos se pone como una fiera porque su nombre no aparece el primero en un correo y, pum, lo ves: la mayoría de problemas de tu vida no se diferencian en nada de los que tenías en tu clase de parvularios –los mueve la misma envidia, el mismo egoísmo o la misma inseguridad–, lo que pasa es que las consecuencias son mayores y, normalmente, involucran dinero. Porque esa es otra verdad bien escondida: casi todo involucra dinero.
Pero, claro, cómo te van a avisar de eso cuando eres pequeño. ¿Qué clase de autoridad tendrían los mayores (que no adultos) sobre ti? Sería difícil salir de la cama si tu madre te despertase con un cariñoso “venga, levántate, que aún te quedan diez años de estudiar y esos excels y declaraciones de la renta no se van a hacer solos”. Así que a uno le mienten, qué remedio, para que crea en Papá Noel, el altruismo, la maldad, la adultez y el sistema de pensiones.
Orgulloso de esta nueva teoría rompedora, me planto delante de un amigo y de tres cervezas y le cuento que, en un último alarde canallesco (después de haber clamado a favor del tabaco y en contra del futuro), en mi próximo texto de Sustrato voy a defender mentir. A lo que él me dice: “Yo últimamente creo mucho en la verdad. Lo suyo sería que todas esas mentiras no fuesen necesarias”. De vuelta a casa, solo con esas tres cervezas, me acuerdo entonces del chiste que me contó hace poco uno de mis compañeros de trabajo (mayor que yo, no sé si más adulto): el de un niño de siete años que nunca ha dicho una palabra, hasta que un día, en una cena familiar, se levanta y dice: “Falta sal”. Sus padres, sorprendidísimos ante el milagro de que el hijo al que creían mudo hable, le preguntan:
— ¿Pero cómo no has hablado antes?
— Es que estaba todo bien.
Y me callo.
Personalmente, por supuesto, yo creo en Santa Claus, pero estamos en la temporada del perdón, así que estoy dispuesto a perdonar a los que no creen en él.
G. K. Chesterton