Mi relación con la cocina ha ido evolucionando desde aquella fatídica tarde en el comedor del colegio en la que la hermana Cari me obligó a comer lechuga y acabé vomitando. La mano de hierro de esta monja, quien fuera del comedor era un ser de luz lleno de amor, desarrolló en mi carácter una intolerancia a las figuras de autoridad que utilizan su posición para hacer de ella su diminuto reino. Sé que lo único que quería la hermana era que comiera más sano porque las verduras son muy importantes, pero hay veces que es necesario que las cosas lleguen solas, si es que tienen que llegar. No todos hemos venido al mundo para que nos gusten las mismas cosas, de la misma manera que no todos hemos nacido para ser toreros, futbolistas, pintores o municipales. Recuerdo como mis padres me escribían una nota diciéndole que no me obligara a comer lechuga, menestra y todo tipo de platos que tuvieran que ver con la huerta para evitar que mis tardes en aquel comedor se convirtieran en un infierno. Ella, que leía la nota con la misma cara que debe de leer Maduro las declaraciones de Trump, terminaba asumiendo la derrota y avisaba a las chicas que nos servían la comida para que me ahorraran el sufrimiento. Mi rechazo a las verduras nunca fue por su sabor, sino por su textura, y las tardes en las que había puré, donde no notaba lo que comía, pedía repetir y comprobaba lo cerca que están el cielo del infierno en los ojos de aquella monja que si hubiera podido me hubiera calentado el pescuezo.
Más de quince años después, y con la misma intolerancia a todos aquellos que desde su posición o su moral tratan de decirnos al resto lo que debemos de comer o cómo tenemos que vivir, la cocina se ha convertido en uno de los mejores momentos del día. Hay muy pocas cosas en esta vida que me hagan tan feliz como sentarme en una mesa y disfrutar de la comida, aunque siempre me ha parecido la excusa perfecta para la sobremesa que viene después, donde las anécdotas ocupan el mantel y poco a poco se va creando un clima donde la felicidad corre entre las mesas y la cocina.
No conozco otro lugar ni otra profesión donde la libertad deba de campar más a sus anchas, porque aquí, cada uno, tiene que hacer con los alimentos lo que le dé la gana. Qué hubiera sido de El Bulli y de Ferrán Adrià si hubieran hecho caso a aquellos que decían que su cocina no servía para nada. Definir lo que es cocina y lo que no, es ponerse al nivel de los que quieren abolir los toros en nombre de la cultura. Es igual de importante que haya sitios como Disfrutar y que en paralelo haya restaurantes donde la gente coma cachopo. Tiene que haber opciones para todos los gustos, porque por suerte no somos iguales. Hay que dejar a la gente que coma y cocine lo que le dé la gana, que sea feliz siempre que no moleste. Porque se empieza por decirle a la gente que no tiene que comer cachopo y se termina diciéndoles de qué color tienen que vestirse desde una atalaya moral e intelectual que no existe.
No recuerdo el lugar, que edad tenía, ni cuál fue el plato. No recuerdo si me acompañaba alguien más que mis padres y mis hermanos, pero lo que mi memoria dejó grabado a fuego como el gol de Diego Cervero contra el Cádiz en la eliminatoria que devolvería al Real Oviedo al fútbol profesional, fue la contestación que me dio mi padre cuando me quejé de uno de los platos. No vuelvas a decir nunca más que algo está malísimo, di que a ti no te gusta, que es muy distinto.