Cada dos semanas suelo experimentar una de esas escenas típicas de película americana en la que el protagonista desempolva su vieja bicicleta y decide darse una vuelta por un pueblo natal del interior de Kentucky. Ni soy americano ni mi bici es tan vieja, pero eso no quita para que me dé una vuelta de reconocimiento, siempre que llego de Sevilla, para ver que todo sigue en su sitio. Pocas cosas cambian, algún árbol podado, un andamio que antes no estaba ahí o caras desconocidas de origen escandinavo que me recuerdan que los erasmus han vuelto a la ciudad.
La ruta no falla, comienzo en la Alameda procediendo así a rodear todo el mar hasta llegar a la playa de Santa María del Mar, lugar desde el que observo cómo la luz del sol se refleja en las casas de colores del campo del sur, generando una escena de la que se enamoraría hasta el mismísimo enanito Gruñón. Mientras el cielo compone a capas una puesta de sol de un color “aquí hay que morir”, sopla una pequeña brisa a modo de certeza. La de estar en casa, el sitio al que pertenece uno y del que nunca podrá renegar por más que quiera camuflar su acento alguna vez.
De aquí nos hemos querido ir todos en algún momento con más rebeldía que convencimiento. “En Cádiz no hay nada” decíamos la mayoría de jóvenes gaditanos que pensábamos que la libertad y el divertimento estaban lejos de aquí. Qué error y qué sano es equivocarse. Porque estar lejos de algo o alguien te hace echarlo de menos. El (in)sano ejercicio de valorar lo que supuestamente no querías y ahora te mueres de ganas por tenerlo de nuevo. Un pequeño indicio de arrepentimiento que no es más que escuchar lo que te mueve por dentro.
Paseo por Gadir, Gades, Cádiz o como quieran llamarla (nunca Cai, por favor) y siento tanto orgullo como rabia. Tanta alegría como pena. Tanta sal como despecho. Soy de un lugar contradictorio, como los amores inesperados y las fiestas a las que en un principio no estabas invitado y en las que te lo acabas pasando de escándalo. Esta tierra de resistencia a los franceses también es capaz de rendirse a la mínima. Tiene la capacidad de venerar a una virgen que paró un maremoto y a la vez ser la anfitriona de la fiesta más pagana de todas. Abanderada del atún y también del hambre. La misma que canta sus penas al compás de alegrías. Ay, Cádiz, tan fenicia como descuidada, que respirabas una libertad que parece que ya no tienes. Esa de la que tanto hablaban los catedráticos de Derecho e Historia por todo el mundo y que ha sido arrastrada por la marea. Aquella vanguardia quedó en el olvido como las ánforas en el fondo de la Bahía. Como Chano Lobato, La Perla o la plaza de toros. Y no me molesta, pero me da coraje.
Siempre vuelvo a casa impaciente, con ganas de reencontrarme con el mar y mis recuerdos. De sentir las escamas de sal en mis pestañas y fantasear con poder quedarme aquí algún día. Ahora entiendo más los meneos nerviosos de las mojarritas que uno pesca, locas por volver a casa. Con querencia. Como todos.