Obviamente, hay que comenzar por los libros.
Porque escribió “El Gran Gatsby”, que es una novela esencial para entender la sociedad norteamericana en los años 20 y las consecuencias de la despreocupación. Y “Al otro lado del paraíso”. Y multitud de relatos cortos, entre ellos “El curioso caso de Benjamin Button”. Pero sobre todo escribió “Suave es la noche”, el cual, además de tener un título precioso tanto en la traducción como en el original (Tender is the night),es el libro que he leído que mejor describe la destrucción, la complejidad de las relaciones de la pareja, el alcoholismo y la dolorosa pérdida de facultades físicas por parte de los hombres -cuando nos damos cuenta de que somos menos fuertes, más lentos, y que, para nuestra sorpresa, hemos dejado atrás nuestros mejores años -, mientras refleja un mundo elegante que en ese momento ya comenzaba a tambalearse y que es completamente irrecuperable.
Hay multitud de pasajes que ponen los pelos de punta y un nudo en la garganta, como la compasión de Nicole hacia la rebelión contra la vejez de su marido en la escena de la barca. Todos los personajes son complejos y evolucionan a lo largo de la novela y, sin embargo, es imposible leerlo y no sentir compasión por Dick, su protagonista, el cual es un reflejo del propio autor, un hombre admirable y carismático que acaba destruido tanto por su matrimonio como por su relación con la bebida.
Porque es ampliamente considerado el mejor autor norteamericano del siglo XX. La prueba más evidente de esta superioridad es que Hemingway, siempre altanero y competitivo, no tuvo otra opción que hacerle pasar a la posteridad como un hombre neurótico, empequeñecido por su mujer y plagado de complejos (famosa es la historia que se cuenta en “París era una fiesta” y que no repito aquí porque me detesto que un amigo se comporte así con otro).
Porque el pobre acabó fatal. Falleció a los 44 años, habiendo dedicado la última etapa de su vida a escribir guiones - pese a que él siempre había despreciado el mundo del cine - aunque dicho desdén no le impidió tener una lucrativa relación con la Metro Goldwin-Meyer. Siempre había tenido el diablo del alcoholismo cómodamente apoyado en su hombro, y tristemente, quedó anulado por la bebida. Murió de un ataque al corazón mientras se comía una barra de caramelo y se cuenta que a su funeral asistieron menos de 30 personas.
Porque, a pesar de morir joven y roto y habiendo dejado un legado que se podría considerar escaso (sólo le dio tiempo a escribir cinco novelas, aunque también una gran cantidad de relatos cortos, además de su labor como guionista), la sensibilidad y el nivel de comprensión del carácter humano que era capaz de transmitir han trascendido e influido a infinidad de autores. Y sus libros siguen siendo fáciles de leer y difíciles de olvidar.
Los clásicos no pasan de moda y F. Scott merece tal consideración.