Las ciudades han cambiado de banda sonora. Apenas hay coches por las calles, ni siquiera en las horas más críticas. Quienes trabajan lo hacen desde la casa de sus padres, en una mesa de salón convertida en lugar de trabajo o una habitación donde estudiaban para los exámenes. Cómo han cambiado las cosas, qué rápido pasa el tiempo y que poco me gusta ser consciente de donde estábamos hace unos años y donde estamos ahora. A veces tengo miedo de parpadear varias veces frente al espejo y verme lleno de canas. No porque tema al futuro, sino por no estar disfrutando del presente y vivir pensando constantemente qué pasará mañana.
Desde hace unos días, la música que tienen las ciudades la tocan otros instrumentos. Ahora sólo se escuchan las ruedas de las maletas, las bolsas chocando entre ellas porque nadie se puede quedar sin regalos, las copas brindando, los niños llenando los parques contando a los mayores que han pedido a los Reyes Magos y las estaciones y los aeropuertos colapsados de ilusiones y abrazos. Seguimos siendo los mismos que corren asfixiados, pero esta vez no lo hacemos para escapar de nosotros mismos o de los que tenemos a nuestro lado. Todo lo contrario. Esta vez huimos hacia el pueblo o la ciudad que nos vio crecer porque queremos reencontrarnos con nuestras raíces, que son las que han definido quienes somos. La vida puede darnos palos y alegrías de todos los colores, pero, en el fondo, seguimos siendo aquellos mocosos que jugaban a las muñecas o al balón en la plaza, que se besaban con sus primeros amores en las esquinas de las calles y que conocieron todo de lo que les protegían sus padres para saber que tenían razón y que allí no pintaban nada.
Hemos crecido a base de errores, decepciones y algún que otro acierto. Pero, a pesar de ello, quienes hoy nos abren la puerta de casa o viajan hasta la nuestra para que en ella no haga tanto frío, nunca han dudado de nosotros. Y si lo hicieron fue en silencio. O quizás alguno fue valiente y nos lo dijo. Pero poco importa porque el corazón siempre termina dando calor en los inviernos más fríos. Son en fechas como las de hoy donde no podemos hacer otra cosa que agasajar a los nuestros con amor, comida y vino. Porque así lo hicieron los Reyes Magos cuando nació el hijo de Dios y nosotros no podemos ser distintos. Tenemos que estar a la altura de quienes nos han dado la vida, porque lo único que muchas veces necesitan es un te quiero o un gracias para saber que somos conscientes de todo su sacrificio. Aunque nunca necesitaron nada de nosotros. Porque lo hacían nueve meses antes de conocernos y lo hacen muchos años después sin importarles en lo que nos hemos convertido. Cuando Jesús estaba en la cruz no hizo otra cosa que perdonarlos a todos. No hay nada tan grave para que en estas fechas no sepamos mirar hacia otro lado y podamos sentarnos en la misma mesa. Nunca se puede ir en contra de la familia. La Navidad siempre será mejor a su lado.