Porque te apetece

La chica era monísima. Guapa a rabiar. Una asesina con cara de ángel. Llevaba auriculares inalámbricos, mallas a juego con el top y unas gafas de sol que parecían dos placas solares de colores.

Iba paseando en bicicleta. Tranquilo. Observando el paisaje. Sin manos. Demostrándole al gran público que caminaba por allí que los muchachos de huesos grandes también podemos sentirnos un colibrí llevando los brazos al aire a lomos de una bicicleta. Pero lo malo de la felicidad para un pesimista es que siempre hay una parte de ti, por muy pequeña que sea, que espera que lo malo llegue cuanto antes. Y de golpe. Sin avisar. Como un mensajero a la hora de la siesta. Como una carta de Hacienda. Llegó el drama.

Continuaba mi paseo por el carril bici cuando, de manera inesperada, esquivé un brazo completamente tieso del que sobresalía un móvil. Lo evité como pude. Me agarré al manillar como una vieja en un columpio y di gracias a Dios por no dejarme los dientes en aquel carril bici. Efectivamente, me había cruzado con una hija del postureo. Una amazona del apocalipsis tiktokero e instagramer. 

La chica era monísima. Guapa a rabiar. Una asesina con cara de ángel. Llevaba auriculares inalámbricos, mallas a juego con el top y unas gafas de sol que parecían dos placas solares de colores. No le faltaba un detalle—cosa que daba miedito—, pero lo más impactante era la sonrisa de oreja a oreja que llevaba mientras se grababa. Reconozco que eso fue lo que más me dolió. Porque cuando yo salía a correr y fantaseaba con cruzar alguna meta, mis pintas eran más similares a Forrest Gump que a Sara Baceiredo. Por no hablar de esos resoplidos que llegaban hasta el otro lado de la ciudad junto al trote cochinero que me quitaba todo el sex appeal posible, si es que yo tenía algo de eso. 

Dentro de todo lo malo que podría haberme pasado, encontrarme con la runner fue una bendición. Porque gracias a Dios ni muerden ni van armadas, pero ese palo selfie de carne y hueso que llevan implantado para grabarse siendo felices corriendo puede convertirse fácilmente en un arma de destrucción masiva. “Perdón, no te había visto” me dijo la chica agobiada mientras seguía corriendo. ¿Pero, cómo planeaba verme si no quitaba los ojos del teléfono?

El problema no es que la gente salga a correr. Tampoco que se grabe. Faltaría más. A mi lo que más miedo me da de todo esto es que hagamos las cosas porque “es lo que se lleva ahora”. Tengo la impresión de que nuestros relojes nos marcan cuántos pasos hemos hecho en el día y que subimos fotos chulísimas de nuestros desayunos perfectos, pero si lo pienso bien no sé cuándo fue la última vez que di un paso adelante en mi vida ni con cuántas personas de las que sigo me tomaría un café. Así que Haz lo que quieras. Hazlo muchas veces. Pero hazlo porque te apetece.

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La chica era monísima. Guapa a rabiar. Una asesina con cara de ángel. Llevaba auriculares inalámbricos, mallas a juego con el top y unas gafas de sol que parecían dos placas solares de colores.

Iba paseando en bicicleta. Tranquilo. Observando el paisaje. Sin manos. Demostrándole al gran público que caminaba por allí que los muchachos de huesos grandes también podemos sentirnos un colibrí llevando los brazos al aire a lomos de una bicicleta. Pero lo malo de la felicidad para un pesimista es que siempre hay una parte de ti, por muy pequeña que sea, que espera que lo malo llegue cuanto antes. Y de golpe. Sin avisar. Como un mensajero a la hora de la siesta. Como una carta de Hacienda. Llegó el drama.

Continuaba mi paseo por el carril bici cuando, de manera inesperada, esquivé un brazo completamente tieso del que sobresalía un móvil. Lo evité como pude. Me agarré al manillar como una vieja en un columpio y di gracias a Dios por no dejarme los dientes en aquel carril bici. Efectivamente, me había cruzado con una hija del postureo. Una amazona del apocalipsis tiktokero e instagramer. 

La chica era monísima. Guapa a rabiar. Una asesina con cara de ángel. Llevaba auriculares inalámbricos, mallas a juego con el top y unas gafas de sol que parecían dos placas solares de colores. No le faltaba un detalle—cosa que daba miedito—, pero lo más impactante era la sonrisa de oreja a oreja que llevaba mientras se grababa. Reconozco que eso fue lo que más me dolió. Porque cuando yo salía a correr y fantaseaba con cruzar alguna meta, mis pintas eran más similares a Forrest Gump que a Sara Baceiredo. Por no hablar de esos resoplidos que llegaban hasta el otro lado de la ciudad junto al trote cochinero que me quitaba todo el sex appeal posible, si es que yo tenía algo de eso. 

Dentro de todo lo malo que podría haberme pasado, encontrarme con la runner fue una bendición. Porque gracias a Dios ni muerden ni van armadas, pero ese palo selfie de carne y hueso que llevan implantado para grabarse siendo felices corriendo puede convertirse fácilmente en un arma de destrucción masiva. “Perdón, no te había visto” me dijo la chica agobiada mientras seguía corriendo. ¿Pero, cómo planeaba verme si no quitaba los ojos del teléfono?

El problema no es que la gente salga a correr. Tampoco que se grabe. Faltaría más. A mi lo que más miedo me da de todo esto es que hagamos las cosas porque “es lo que se lleva ahora”. Tengo la impresión de que nuestros relojes nos marcan cuántos pasos hemos hecho en el día y que subimos fotos chulísimas de nuestros desayunos perfectos, pero si lo pienso bien no sé cuándo fue la última vez que di un paso adelante en mi vida ni con cuántas personas de las que sigo me tomaría un café. Así que Haz lo que quieras. Hazlo muchas veces. Pero hazlo porque te apetece.

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