Pulpo robótico gigante

El olor a tortilla de patatas llega desde una de las ventanas. Todos los vecinos que quedan se apresuran a recoger sus cosas. La piscina despierta el hambre. Deben ser casi las dos y media cuando me quedo solo. Todavía estoy jadeando después de haber combatido a todos los niños de la comunidad haciendo de pulpo robótico gigante. Estoy, de hecho, recogiendo todos los churros de polietileno que me servían de tentáculos, cuando me da por pensar que quizás podría quedarme allí un ratito más ahora que todo está tranquilo. Al fin y al cabo, estoy de vacaciones. No hay motivos para la prisa.

De modo que voy colocándome cilindros flotantes de colores en lugares específicos del cuerpo hasta improvisar una hamaca acuática. Compruebo que es capaz de aguantar mi peso y me dejo mecer por el agua. Me relajo por completo. Los ojos cerrados y las orejas sumergidas. Nace un silencio imposible que lo facilita todo. Todo lo que hasta ese momento sabía de mi cuerpo, ahora tengo que intuirlo. Conecto con una versión de mí mismo anterior al mundo. Pienso con un cerebro que no reconozco. Un cerebro ágil que crea imágenes a un ritmo vertiginoso. Imágenes aún no escritas que nadan como peces en esta paz amniótica. El tiempo, la realidad, el miedo. Todo se ha detenido. Todo menos este gorgoteo de palabras sin oración.

Visto desde el 3ºB he de parecer algo así como un turista del Mar Muerto. Yo sigo en mis cosas y no oigo a mi suegra. Sigo disfrutando de la ingravidez hasta que mi cabeza choca contra un bordillo. No muy fuerte, pero sí lo suficiente como para joderme la abstracción. Me incorporo y nazco al mediodía de Córdoba. La luz araña mis lentillas secas. Recuerdo que tengo piernas y tengo brazos y los uso para llegar a mi toalla. Tengo frío a cuarenta grados. No sé cuánto tiempo he estado fuera de servicio y por eso cojo el móvil. Hay dos llamadas y un Whatsapp de hace cinco minutos. «Te estamos esperando. La comida está puesta».

Ya en el ascensor, voy componiendo las frases. Improvisando comienzos. Estoy jodido. Tengo que presentar algo, pero no siempre hay historias brillantes. Quizás estoy buscando donde no es. Es domingo y la vida sigue. Comemos filetes empanados y salmorejo casero. Después vamos al parque y jugamos durante horas los tres. Por la noche, cuando todos se acuestan, intento teclear algo, pero no hay manera. Decido que lo mejor es parar. Parar algunas veces es la única manera de llegar. Me pongo las zapatillas, cojo mis cascos y me voy a la calle con la perra. Deben ser casi las dos y todo está vacío. Al llegar a la esquina del parque, la suelto y me pongo a pasear sobre las hojas secas. Miro el cielo y los árboles y las cosas que nunca miro. Y mirando un ático en el que nunca viviremos, vuelvo a sentirme en paz. Recuerdo la piscina y todas las palabras que flotaban en ella. No se las había tragado la depuradora. Ahora solo tengo que escribirlas.

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