¿Llevas la cuenta? Estamos biológicamente acotados a cierto número. Tu corazón y el mío latirán del orden de mil millones (1000000000) de veces antes de pararse. Pum pum. Cada uno a su ritmo. Pum-pum. La vida es un regalo divino (ciencia) que va contrayéndose a golpe de latido. Mi paper más favorito de todos los tiempos: Rest Heart Rate and Life Expectancy habla de eso. Nos regala macabramente un número de caducidad biológico, dependiente de nuestra frecuencia cardíaca media y la guerra energética de nuestras células. El resumen es un poco lo siguiente:
nºlatidos=esperanza de vida x ritmo cardiaco medio
Sabiendo que la esperanza de vida se expresa como:
esperanza de vida100≈años-f(x)
siendo f(x) una función compleja de tipo popurrí donde (x) es tu vector de desesperación vital, representando variables como tus años cotizados, consumo de sustancias divertidas, veces que no has notado el móvil en el bolsillo... Acerba matemática para el pobre.
Además, una publicación reciente proporciona una formulación mucho más completa, teniendo en cuenta tu predisposición genética a que te caigan pianos encima; si tu dieta se basa completa o parcialmente en microplásticos o si sigues la Champions como hincha del Madrid. Para los alumnos avanzados, comentaremos esto en las tutorías de los sábados a las 19.
Mágicamente (ciencia), nos dice el texto, el número de latidos es común entre los mamíferos. El ritmo cardíaco decrece a mayor tamaño de la especie (equivalente a que tenga el corazón más grande). Para sorpresa de nadie. Por ejemplo, todos sabemos que los perros-patada tienden a palmarla pronto porque su minicorazón turboacelerado de rabia se apaga antes. Parece que todo es cuestión de ritmo. Al final, el artículo abre la puerta a investigar si una reducción de las pulsaciones medias podría alargar más la vida de los humanos. La cierro. Abramos una ventana.
Sucede desde que lo leí que, como joven, no sólo tengo que preocuparme de mi salud mental, mis familiares y amigos, mi total incapacidad de acceder a una vivienda digna, mi trabajo, el imparable precio de los cereales y el tema-del-día™, sino que encima tengo en la cabeza este contador. Pues paso. Pum-pum. Ante la ola utilitarista de aprovechar el tiempo al máximo decido quedarme en la tumbona al sol. Un movimiento reaccionario (como todos, todo el rato) al hustle culture, la mentalidad de tiburón, la basura linkediana, el tener un servicio de comidas preparadas y basar tu vida en exprimir cada segundo de todo. Se acabó, empieza algo distinto: es el llegar a tiempo, irse a tiempo.
Llegar a tiempo es un acto de amor hacia los demás. Tu compromiso con sus latidos. Siempre trato de llegar a la hora, si no antes. Así tengo un ratito de charloteo interno antes de la experiencia social, mi previa a la previa. Es necesario sacar estos huecos. Luego llega la gente que se va a la otra punta del mundo en misión pseudo-kamikaze para encontrarse a sí mismo. Cavan y cavan y cavan hacía abajo huyendo del diálogo interno, para acabar en un badulaque de Cambodia calados hasta los huesos y encontrándose, no con su esencia, si no con todos los pensamientos de los que fueron escapando. Spider-man señalándose a sí mismo. Ya es tarde. ¿Acaso Calasparra no está más cerca?
También, llegar a tiempo a los placeres. Disfrutar lo auténtico mientras aún burbujea. Ser pionero es difícil. Requiere moverse buscando lo que a uno le apasiona entre el fango, la niebla, lo que llaman underground o lo incierto. Todo antes de que lo absorba la maquinaria de lo inmediato. Encontrar las cosas sin masticar, un grupo con falta de ensayos, una carta sin QR. Luchar por agarrar la fruta del árbol, quizá algo inmadura pero fresca, antes de que se pase y la metan en la batidora industrial para dártela con pajita. Invertir en los demás, no consumir para uno.
Irse a tiempo es un acto de amor contigo mismo. Mucho más exigente que lo anterior. Es elegir poner tú el final, a sabiendas de que aún queda. Dejar pasar una bandeja de fruta perfectamente cortada y comerte el FOMO. Es responder a la pregunta: ¿estoy aquí por el ahora, por compensar el pasado o por miedo a no tener más en el futuro? Elige bien. Pum-pum. La vida se tiñe de colores nuevos cuando asumes que está bien que todo acabe. Durará un tiempo, unos latidos. Un regalo en tu regalo. Y se acabará. No es malo, solo desagradable. El peso de la realidad es mayor que el de la ausencia.
Nosotros ya sabemos de nuestra propia caducidad. Lo aceptamos y no miramos la tapa. Admiro mucho a la gente que sabe irse, conocen su ritmo. Cuando llega cierta clase de gente a tus espacios, el que sobra eres tú. A veces soy yo. Soy ese momento en el pub, apostado en la barra mirando a la nada, en el que me pregunto si debería irme a casa. Ya debería estar en casa. Vuelvo a perder y me caigo del fondo. He salido el último demasiadas veces.
Abro las cortinas, con calma. Sé que lo que no me pase no me pasará. Y lo que sí, a su debido momento. Elijo aceptarlo. Elijo llegar pronto e irme contento. Pum-pum. Elijo agradecer cada final. Elijo gastar o malgastar mi regalo. Elijo que esa persona me acelere el corazón y me acorte la vida. ¡Que se la lleve! Elijo vivir entre semifusas y silencios. Pum-pum, pum-pum. Elijo la tumbona, sé que voy por delante. La vida va a su ritmo y yo al mío. Bailo apretado con el tiempo, dejé la ventana está abierta y la brisa me susurra: todo pasa. Pum-pum. Y tanto. Puede que pase, que un millón de monos tecleando durante un millón de años escriban este artículo, pero ya no llegarán a tiempo.