Retazos de una existencia desértica. No sé qué quiere decir esa frase, pero me resulta imposible salir de ella sin más. Se ha quedado a dormir en mi cabeza como un oso enorme y no consigo hacerla despertar. Necesito que retome su paso y me muestre el camino hacia la salida. No quiero quedarme aquí atrapado. Miro detrás de la pantalla de mi ordenador y solo veo libros, unas gafas, unos cuantos carretes sin revelar, muchas revistas, una estatuilla de madera y una foto vieja. La saqué del fondo de un baúl que había en un mercadillo de Madrid y me la guardé en el bolsillo.
Sobre el fondo blanco de la foto se perfila la figura de un hombre con entradas, el pelo peinado hacia atrás, bigote y traje blanco. Parece uno de esos atuendos fabricados para estar elegante en verano. No se le ven los zapatos, están ocultos por la vegetación que le arropa como una buena canción en un momento difícil. El señor no le presta atención a la cámara, está mirando a la izquierda, hacia el horizonte. Está a gusto, tiene las manos metidas en los bolsillos y parece que sabe a dónde va. Hay un conato de firma en la parte trasera de la foto, pero solo es un garabato incomprensible.
El otro día salí de casa y creo que, por un momento, pareció que yo también sabía a dónde iba. Tenía la cabeza levantada, como si realmente supiera cosas. Me suele pasar cuando voy a correr. No sé a dónde me van a llevar mis pasos, pero sé que voy a ir corriendo y sé que luego voy a intentar volver. Eso me tranquiliza. Mientras bajaba las escaleras de mi edificio, empecé a escuchar una música que salía a todo volumen del interior del primer piso. Me fui acercando hasta distinguir la melodía y alguno de los versos. Serían apenas las cinco de la tarde de un martes cualquiera.
Al otro lado de la puerta sonaba, como si alguien estuviera a punto de enloquecer, Ne me quite pas, de Jacques Brel, ese caballo monstruoso de la música francesa. “¡Qué escándalo!”, escribí en las notas de mi teléfono. Sonaba tan alto que los lamentos del artista se habían transformado en los gritos de todo el edificio, su melancolía autodestructiva iba quebrando las paredes y por las grietas se colaron los llantos de mil violines encendidos. Yo salí corriendo. Intenté escapar de aquella majadería, pero no pude evitar la pregunta: ¿Quién está ahí dentro? Luego, con aquel poso de café reutilizado circulando por mis venas, empecé a correr hacia la Casa de Campo.
No podía dejar de pensar en aquella canción, así que me puse los cascos y empecé a escucharla en bucle. Es un llanto desesperado, insuperable. “Ne me quitte pas, il faut oublier, tout peut s’oublier”. No me dejes, hay que olvidar, todo se puede olvidar. Eso cantaba Brel mientras yo subía con mucha dificultad una cuesta de tierra. Al llegar arriba, la melancolía de la canción había inundado mi cerebro y el oxígeno había desbordado mis pulmones. Casi me caigo. Paré, me quité los cascos, apoyé las manos en las rodillas, respire hondo y empecé a escuchar, entre los ruidos del bosque, el grito suave de un saxofón.
Es increíble. Las cosas que presencio a veces. “Hay un tipo tocando el saxofón para los pájaros en la Casa de Campo”, escribí en mi teléfono. Me quedé allí, muy quieto, escuchando el jazz improvisado que salía de su instrumento. A veces se equivocaba y volvía a empezar, pero era bueno. Sonaba bonito. Había algo en su postura y en la caída de sus hombros que hacía pensar que estaba realmente relajado. Apartado de todo y de todos, no había nadie en aquel monte que pudiera juzgarle. Le grabé un pequeño vídeo y salí corriendo. “No sé por qué me pasan estas cosas, pero por favor, que me sigan pasando”, pensé mientras me adentraba en el bosque por aquellos caminos de barro reseco. Estos son los retazos de una existencia desértica.