Publicó Alfonso J. Ussía hace unos días una novela sobre ETA, llamada Borroka, y Netflix sacó una serie donde la protagonista es la hija de un director de periódico asesinado por la misma banda. No sé si es casualidad y tampoco me importa porque recordar a los muertos es un hecho que nos honra. El olvido es algo que no merecen las víctimas, pero mucho menos sus asesinos. No es necesario que estén presentes en nuestras vidas todos los días y tampoco debemos llenar de rencor nuestra existencia. Aunque eso habría que preguntárselo a quienes perdieron a familiares y amigos. Siempre me llamó la atención que ninguno de ellos se tomase la guerra por su cuenta, trazase una venganza y se llevase por delante a alguno de los asesinos. Nada les iba a devolver a sus seres queridos, pero quizás así su mente podría llegar a descansar y su odio empezar a diluirse. Tal vez, cuando uno pierde a uno de los suyos de una manera tan inesperada, cruel y cobarde, para lo último que tenga tiempo sea para acordarse de sus asesinos. Aunque probablemente todo se resuma en que no eran lo mismo, que tenían valores, escrúpulos y unos principios que no les permitían hacer volar por los aires a quienes pensaban distinto. Reestructurar una vida que acaba de ser detonada por un explosivo o un gatillo, cuando lo único a lo que te dedicabas era a defender a tus ciudadanos con un uniforme o representar unas ideas que no perseguían a nadie, tiene que hacer replantearte hasta si tiene sentido la existencia en este mundo. Por qué esa tiene que ser la manera de decir que no estás de acuerdo, por qué su vida es el precio a pagar, por qué no creían en otros métodos. Ellos no eran mercenarios, piratas o traficantes. Personas que convivían con la muerte debido a sus actividades. Eran mujeres, hombres y niños inocentes a los que unas ideas políticas les hicieron saltar por los aires o caer al suelo para no volver a levantarse.
Por suerte, nadie a día de hoy tiene que mirar debajo del coche ni andar con escolta por la calle. El precio han sido 800 muertos y más de 2.000 heridos. Carísimo, aunque solo hubiera sido uno. Impagable. Su victoria, totalmente ficticia por mucho que algunos quieran contar el relato como más les convenga, inexistente. El País Vasco sigue formando parte de España, han tenido que adaptarse a las reglas del juego de una democracia, que no es otro que la representación parlamentaria, y por mucho que hayan intentado lavar su imagen todos sabemos quiénes son y de dónde vienen. Otra cosa muy distinta es el interés que pueda mover a los partidos para tenerlos en cuenta en las votaciones y el precio que están dispuestos a pagar unos políticos que en esas negociaciones ni siquiera representan a sus votantes. Sino a sí mismos y a su ambición personal por no perder un poder que cada día que pasa más les corrompe.
Saber quiénes somos, de dónde venimos y cuáles han sido los pagos que hemos tenido que hacer para conservar nuestra libertad define nuestra manera de estar en el mundo. Y la única manera de mantener la poca dignidad que le pueda quedar a esta sociedad depende de tener presente en nuestra memoria sus nombres cuando veamos las caras de sus asesinos. No tiene nada que ver con mantener vivo el odio, el rencor o la zozobra. Tiene que ver con mantener el papel que ellos eligieron en esta historia y conservar la dignidad de muchos hombres, mujeres y niños que no caminan por la calle por culpa de quienes dan lecciones de paz y se creen con la potestad de reescribir un relato donde pasan a ser víctimas y se olvidan de los secuestros, las bombas lapa y los tiros en la nuca que llevaban a cabo cuando eran verdugos.