Semana Santa (todo está en su sitio)

En eso consiste disfrutar de la Pascua

Un pueblo enfervorizado no entiende de prisas, y además sabe que no hay mejor filosofía de vida que la de dejarse llevar pues, a pesar de todo, la vida sigue. Es ese mismo pueblo el que además valora las vísperas, la espera de algo antes de la llegada del momento culmen y de paso, es capaz de fijarse en los detalles más imperceptibles para otros mientras de fondo se escucha un suave tintineo. Y es que ese pueblo también nos demuestra que en el frenesí diario hay algo que permanece inmutable en el calendario y en nuestros afectos. Porque hoy existen tradiciones -por y para el pueblo, aunque la turistificación empiece a desvirtuarla- que no se desvanecen en la niebla del olvido, que consiguen aferrarse con tenacidad al paso del tiempo y que nos ofrecen un orden mental necesario: la Semana Santa

Sin considerarme el más cofrade, sí que consigo atisbar cada año cómo el sentir sincero sobre la Semana Santa es una realidad innegable. Más que el motor económico que supone, la movilización del turismo o el poder tener una semana de vacaciones, lo que siempre me llama la atención es la mirada de mucha gente de mi entorno que contempla con los ojos cristalinos, bajo la luz tenue de un callejón de la judería cordobesa, cómo el palio de su Virgen se mece al paso de una marcha vibrante. Confieso que hasta me da envidia sana poder sentir tanto.

Y qué decir de esos niños que salen con su esclavina, ilusionados por seguir los pasos en la hermandad de su familia. No entienden cómo funciona el mundo, pero no les hace falta. Solo son felices porque sus padres han tenido a bien transmitir la ilusión por realizar la estación de penitencia, por acompañar a su Cristo por las calles de su ciudad. Son los ojos puros de quien, aun sin contaminarse por la vida adulta, vive con devoción pura y el alma impregnada por la tradición la magia de las primeras veces. Es su mirada cuando te ofrece tímidamente una estampita por la calle la que nos recuerda que somos parte de algo más grande que nosotros mismos. Aunque no podamos describirlo con palabras.

Luego uno sale a la calle y se encuentra con una algarabía desmedida, un postureo que no deja de crecer, una suciedad indigna y una sociedad tan enfrascada en conseguir la mejor foto, que no permite que lo que tiene delante realmente le deje una huella real. Pues en eso consiste disfrutar de la Semana Santa, en el poso que es capaz de dejarte al recorrer cada uno de los rincones de tu ciudad, contemplando cada una de las procesiones: el silencio, una saeta a lo lejos, una levantá’ a destiempo, la marcha perfecta en el momento exacto, pa´lante con la chicotá, el reencuentro con alguien y, de paso, con Dios, palilleras a compás, las horas de espera, una bulla apretá, el penitente descalzo, un rosario en las manos de una mantilla, la aemet como evidencia de que por la tarde habrá claros y se sale, cofrades a la calle, un cortejo eterno, la voz del capataz, bendito sea el suspiro de un nazareno, el olor a azahar, una bola de cera, venga de frente con ella, la mirá’ clavá en el madero, un manto de estrellas, con la izquierda por delante y la derecha atrás, un pellizco en el alma, un piropo sentío, un nazareno que corre porque llega tarde y una cerveza de recompensa tras tanta espera, porque si no hay paso, hay vaso, dicho sea también.

Cuando todo eso pasa, el tiempo se detiene y nos evidencia que, aunque a veces parezca que nos estamos alejando cada vez más de lo más nuestro, aquí, muy cerca de nosotros, hay algo que sigue resistiendo en un mundo en constante cambio. Se podrá actualizar, crear más o menos polémica y generará más o menos entusiasmo, pero la Semana Santa tiene algo capaz de crear arraigo, permanencia, de desarrollar el valor de la tradición, tejer hilos que conectan generaciones, como un ancla que nos conecta con nosotros mismos. Podríamos afirmar que es el faro que, en medio de esta sociedad caótica y desordenada, nos recuerda que todo está en su sitio.

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(la foto del artículo es de Cristina García Rodero)

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Un pueblo enfervorizado no entiende de prisas, y además sabe que no hay mejor filosofía de vida que la de dejarse llevar pues, a pesar de todo, la vida sigue. Es ese mismo pueblo el que además valora las vísperas, la espera de algo antes de la llegada del momento culmen y de paso, es capaz de fijarse en los detalles más imperceptibles para otros mientras de fondo se escucha un suave tintineo. Y es que ese pueblo también nos demuestra que en el frenesí diario hay algo que permanece inmutable en el calendario y en nuestros afectos. Porque hoy existen tradiciones -por y para el pueblo, aunque la turistificación empiece a desvirtuarla- que no se desvanecen en la niebla del olvido, que consiguen aferrarse con tenacidad al paso del tiempo y que nos ofrecen un orden mental necesario: la Semana Santa

Sin considerarme el más cofrade, sí que consigo atisbar cada año cómo el sentir sincero sobre la Semana Santa es una realidad innegable. Más que el motor económico que supone, la movilización del turismo o el poder tener una semana de vacaciones, lo que siempre me llama la atención es la mirada de mucha gente de mi entorno que contempla con los ojos cristalinos, bajo la luz tenue de un callejón de la judería cordobesa, cómo el palio de su Virgen se mece al paso de una marcha vibrante. Confieso que hasta me da envidia sana poder sentir tanto.

Y qué decir de esos niños que salen con su esclavina, ilusionados por seguir los pasos en la hermandad de su familia. No entienden cómo funciona el mundo, pero no les hace falta. Solo son felices porque sus padres han tenido a bien transmitir la ilusión por realizar la estación de penitencia, por acompañar a su Cristo por las calles de su ciudad. Son los ojos puros de quien, aun sin contaminarse por la vida adulta, vive con devoción pura y el alma impregnada por la tradición la magia de las primeras veces. Es su mirada cuando te ofrece tímidamente una estampita por la calle la que nos recuerda que somos parte de algo más grande que nosotros mismos. Aunque no podamos describirlo con palabras.

Luego uno sale a la calle y se encuentra con una algarabía desmedida, un postureo que no deja de crecer, una suciedad indigna y una sociedad tan enfrascada en conseguir la mejor foto, que no permite que lo que tiene delante realmente le deje una huella real. Pues en eso consiste disfrutar de la Semana Santa, en el poso que es capaz de dejarte al recorrer cada uno de los rincones de tu ciudad, contemplando cada una de las procesiones: el silencio, una saeta a lo lejos, una levantá’ a destiempo, la marcha perfecta en el momento exacto, pa´lante con la chicotá, el reencuentro con alguien y, de paso, con Dios, palilleras a compás, las horas de espera, una bulla apretá, el penitente descalzo, un rosario en las manos de una mantilla, la aemet como evidencia de que por la tarde habrá claros y se sale, cofrades a la calle, un cortejo eterno, la voz del capataz, bendito sea el suspiro de un nazareno, el olor a azahar, una bola de cera, venga de frente con ella, la mirá’ clavá en el madero, un manto de estrellas, con la izquierda por delante y la derecha atrás, un pellizco en el alma, un piropo sentío, un nazareno que corre porque llega tarde y una cerveza de recompensa tras tanta espera, porque si no hay paso, hay vaso, dicho sea también.

Cuando todo eso pasa, el tiempo se detiene y nos evidencia que, aunque a veces parezca que nos estamos alejando cada vez más de lo más nuestro, aquí, muy cerca de nosotros, hay algo que sigue resistiendo en un mundo en constante cambio. Se podrá actualizar, crear más o menos polémica y generará más o menos entusiasmo, pero la Semana Santa tiene algo capaz de crear arraigo, permanencia, de desarrollar el valor de la tradición, tejer hilos que conectan generaciones, como un ancla que nos conecta con nosotros mismos. Podríamos afirmar que es el faro que, en medio de esta sociedad caótica y desordenada, nos recuerda que todo está en su sitio.

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(la foto del artículo es de Cristina García Rodero)

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