Señoras ricas que escriben sobre cosas “de señoras”

Nunca en mi vida había visto Sexo en Nueva York y esta semana me decidí —me obligaron— a verla. Sólo llevo seis capítulos y ya me he dado cuenta de dos cosas: de que la serie me va a hacer tremendamente feliz y de que lo que siempre he soñado ser es rica. Desgraciadamente ahora solo puedo pensar en que quiero la vida de Carrie. Es más, no quiero vivirla: quiero ser ella. 

Imaginaos. Cuatro columnas al mes para pagar el alquiler de un apartamento en la Gran Manzana. ¿Quién no ha querido ser millonaria por prácticamente nada? No me considero especialmente consumista pero, por Dios, esas botas. Esos abrigos, esos bolsos. ¡Ese pelo! Lucho muy a menudo contra mi propio peinado —una hora al día como mínimo— y ya me he planteado todas las opciones posibles para solucionar lo insolucionable, que es que no me gusta. Cortarlo, alargarlo, quemarlo, hidratarlo, alisarlo, teñirlo, raparlo. Ver los rizos rubios de Carrie Bradshaw me ha devuelto un poco la esperanza, pero claro, yo no soy rica para pagar 400 dólares en la peluquería ni tengo un equipo de estilistas exclusivamente dedicado a que mi pelo luzca fabulous

Lo que más envidia me da, aun así, no es el dinero, que también. Es que a Carrie la deben de leer millones de personas. Ávidos lectores dispuestos a compartir y reflexionar sobre sus conjeturas acerca del sexo y el poder femenino. Una pequeña legión de seguidores a los que sus teorías les parecen interesantes. Lo que más anhelo es escribir sobre estas cosas que yo considero que son bonitas y relevantes, y que haya alguien dispuesto a leerlas. Mi sueño.

Por recomendación de mi novia me he terminado ahora un libro de Nora Ephron, No me gusta mi cuello y otras reflexiones sobre el hecho de ser mujer, que además de estar —evidentemente— bien escrito es divertidísimo. El caso es que la sensación que me han transmitido la serie y el libro es la misma. Os lo explico:

Ephron describe en esta lectura, que es bastante sencilla, su vida privilegiada en Nueva York. Trata de dar consejos, como el de “Nunca te cases con un hombre del que no te gustaría divorciarte”, de esa manera ingeniosa y desvergonzada que Dios o quien sea le concede a las mujeres listas cuando empiezan a ser viejas. Muchas de sus historietas sobre edificios de ensueño y manicuras están completamente alejadas de la realidad económica y social de la mayoría de la gente, y es muy difícil identificarse con ellas. Una de las reseñas de Goodreads dice que el libro debería llamarse Me siento mal con mi cuello y otros pensamientos sobre ser una mujer blanca rica y vivir en una burbuja de privilegios en el Upper East Side. Aun así, el libro es francamente gracioso. Esto es, como imagino que ya habéis apreciado, igual que en Sexo en Nueva York.

Ahí, para mí, es donde se esconde la magia. Comprendo que haya gente a la que le resulte deprimente ver la vida de cuatro pijas con problemas más o menos mundanos (igual luego hay problemas más graves, no lo sé, solo llevo seis capítulos). Entiendo que exponerse a tal cantidad ingente de dinero y éxito laboral pueda hacerle a una caer en la miseria. Claro que yo también quiero vivir en el antiguo edificio Apthorp. Claro que yo también quiero estar podrida de pasta. Y sé que no seré rica nunca.

Pero me pasa que para cuando apago el ordenador y vuelvo a mi vida no tan privilegiada no queda ya ni gota de la envidia. Me quedo ensimismada, fantaseando con esos sueños que veo para mí reflejados en la pantalla y que probablemente no pueda cumplir pero con los que, por lo menos, puedo soñar un rato. Juego con el futuro, con las posibilidades. Con el “Ojalá”, con el “¿Y si…?”. 

Me dan ganas de ponerme a escribir como una loca, de tragarme todas las películas que Ephron haya guionizado, de seguir sus consejos a rajatabla. Salgo a la calle como revoloteando, soy más agradable con mis compañeros de trabajo, llego más positiva a la sesión de terapia.

Ese nivel de opulenta fantasía y de problemas de señoras me deja unas migajas que seguir para conectar con una comunidad de mujeres lejana en la que me siento segura y reconfortada. Me autorizan para proyectarme con mis amigas dentro de cuarenta años con un vermú en la mano. Me reconcilian con esa parte de mi a la que no le gusta admitir que su pelo es una preocupación o que quiere comprarse un bolso. Me dan permiso para imaginarme que igual hay un pequeño porcentaje de chance de que a alguien le interese lo más remotamente algo de lo que escribo. 

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