Sentado y hundido

Siempre estoy sentado.

Son las siete de la mañana. Me levanto con dificultad, como si de repente me faltara una pierna o un brazo. Como si me hubieran reventado el tímpano. He dormido poco. Entro en la ducha, me quito las legañas, me lavo los dientes, me revuelvo el pelo y me pongo ropa limpia. Cruzo el marco de la cocina como quien se adentra en territorio arrasado por el enemigo. Ahí están, impertérritos y amenazadores, los restos de ayer. No me da tiempo a limpiar, así que me hago un hueco entre la mierda y desayuno unas tostadas y un café solo, sin gracia ni carisma. Meto el ordenador en la mochila, me monto en la bicicleta municipal (me siento en el sillín) y en treinta minutos estoy en el trabajo. Me siento en la silla. Es ergonómica, pero no mucho. Tiene dos reposabrazos y el asiento mullido. Siempre me duele el cuello de agachar la cabeza para ver la pantalla del ordenador. Empiezo a trabajar. Me levanto, salgo a la calle, estiro las piernas, me vuelvo a sentar, y pienso. 

Siempre estoy sentado. Me paso el día entero sentado, y esa realidad no me deja vivir. Llevo días intentando quitármelo de la cabeza. A nadie le importa, Daniel, a nadie le importa que no te guste estar sentado. Pero es que estoy todo el día sentado. Me levanto solo para sentarme en un sitio diferente. Me siento y cruzo las piernas. Primero subo la izquierda y luego la derecha, para que no se me duerma la otra. Luego me pongo con las piernas abiertas y el culo se me va cayendo. Cuando estoy a punto de colarme por debajo de la mesa, levanto el culo y pongo la espalda todo lo erguida posible. Y vuelta a empezar. A veces me quito los zapatos y juego con los pies, o me levanto a por un vaso de agua, un café o algo de comer. Pero siempre me vuelvo a sentar. 

Después de trabajar por la mañana, me levanto, camino 300 metros, saco el móvil, escaneo el QR de la bici municipal, me siento en el sillín y pedaleo hasta casa. Cuando llego, preparo la comida y, adivinen, me siento a comer. Luego me tumbo, o intento trabajar pero me quedo medio dormido y acabo tumbándome. Es una desidia infinita, un sentimiento profundo de que se me está escapando la vida por el agujero que me deja en el corazón esa silla de mierda. Por la tarde también estoy sentado, hasta las siete, ocho, nueve de la tarde. Trabajando, siempre trabajando, o distraído. Porque me cuesta quedarme quieto mucho tiempo. Durante las tardes siempre estoy intranquilo. O escribo concentrado intensamente, o me paso el rato de pie, dando vueltas por la casa como un perro enjaulado. Cuando he terminado de trabajar (o cuando considero que ya no merece la pena intentarlo), me levanto y me voy a correr. Todas las células de mi cuerpo tratan de retenerme en el sofá, una cervecita, preparar la cena tranquilamente, ver una serie, un poco de Fortnite con los compañeros de piso. 

Aun así, no sé cómo, me levanto, me pongo las zapatillas y salgo a correr. Tengo que hacerlo rápido, como si estuviera huyendo de un animal salvaje. En la calle, los primeros pasos los doy con miedo. Tengo que acordarme de cómo se realiza el acto de correr, y convencerme de que mi cuerpo larguirucho puede hacerlo. Luego voy juntando pasos hasta que, sin darle mucha importancia al propio acto (si no me distraigo y me caigo), empiezo a correr, otra vez, otro día más. No duro mucho. No me llega bien el aire a los pulmones y hay tanta gente en la calle que solo quiero regresar. Suelo volver a casa con más energía de la que tenía cuando salí. Me parece rarísimo. Me canso de descansar, me canso de estar sentado. ¿Cómo puede uno cansarse de estar sentado y recuperar energía corriendo? El ser humano ha nacido para estar sentado. Al menos mi generación. Cuando se acabe el mundo, algunos de nosotros lo veremos desde alguna silla en algún lugar oscuro y lleno de pantallas táctiles. 

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Costumbres

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Son las siete de la mañana. Me levanto con dificultad, como si de repente me faltara una pierna o un brazo. Como si me hubieran reventado el tímpano. He dormido poco. Entro en la ducha, me quito las legañas, me lavo los dientes, me revuelvo el pelo y me pongo ropa limpia. Cruzo el marco de la cocina como quien se adentra en territorio arrasado por el enemigo. Ahí están, impertérritos y amenazadores, los restos de ayer. No me da tiempo a limpiar, así que me hago un hueco entre la mierda y desayuno unas tostadas y un café solo, sin gracia ni carisma. Meto el ordenador en la mochila, me monto en la bicicleta municipal (me siento en el sillín) y en treinta minutos estoy en el trabajo. Me siento en la silla. Es ergonómica, pero no mucho. Tiene dos reposabrazos y el asiento mullido. Siempre me duele el cuello de agachar la cabeza para ver la pantalla del ordenador. Empiezo a trabajar. Me levanto, salgo a la calle, estiro las piernas, me vuelvo a sentar, y pienso. 

Siempre estoy sentado. Me paso el día entero sentado, y esa realidad no me deja vivir. Llevo días intentando quitármelo de la cabeza. A nadie le importa, Daniel, a nadie le importa que no te guste estar sentado. Pero es que estoy todo el día sentado. Me levanto solo para sentarme en un sitio diferente. Me siento y cruzo las piernas. Primero subo la izquierda y luego la derecha, para que no se me duerma la otra. Luego me pongo con las piernas abiertas y el culo se me va cayendo. Cuando estoy a punto de colarme por debajo de la mesa, levanto el culo y pongo la espalda todo lo erguida posible. Y vuelta a empezar. A veces me quito los zapatos y juego con los pies, o me levanto a por un vaso de agua, un café o algo de comer. Pero siempre me vuelvo a sentar. 

Después de trabajar por la mañana, me levanto, camino 300 metros, saco el móvil, escaneo el QR de la bici municipal, me siento en el sillín y pedaleo hasta casa. Cuando llego, preparo la comida y, adivinen, me siento a comer. Luego me tumbo, o intento trabajar pero me quedo medio dormido y acabo tumbándome. Es una desidia infinita, un sentimiento profundo de que se me está escapando la vida por el agujero que me deja en el corazón esa silla de mierda. Por la tarde también estoy sentado, hasta las siete, ocho, nueve de la tarde. Trabajando, siempre trabajando, o distraído. Porque me cuesta quedarme quieto mucho tiempo. Durante las tardes siempre estoy intranquilo. O escribo concentrado intensamente, o me paso el rato de pie, dando vueltas por la casa como un perro enjaulado. Cuando he terminado de trabajar (o cuando considero que ya no merece la pena intentarlo), me levanto y me voy a correr. Todas las células de mi cuerpo tratan de retenerme en el sofá, una cervecita, preparar la cena tranquilamente, ver una serie, un poco de Fortnite con los compañeros de piso. 

Aun así, no sé cómo, me levanto, me pongo las zapatillas y salgo a correr. Tengo que hacerlo rápido, como si estuviera huyendo de un animal salvaje. En la calle, los primeros pasos los doy con miedo. Tengo que acordarme de cómo se realiza el acto de correr, y convencerme de que mi cuerpo larguirucho puede hacerlo. Luego voy juntando pasos hasta que, sin darle mucha importancia al propio acto (si no me distraigo y me caigo), empiezo a correr, otra vez, otro día más. No duro mucho. No me llega bien el aire a los pulmones y hay tanta gente en la calle que solo quiero regresar. Suelo volver a casa con más energía de la que tenía cuando salí. Me parece rarísimo. Me canso de descansar, me canso de estar sentado. ¿Cómo puede uno cansarse de estar sentado y recuperar energía corriendo? El ser humano ha nacido para estar sentado. Al menos mi generación. Cuando se acabe el mundo, algunos de nosotros lo veremos desde alguna silla en algún lugar oscuro y lleno de pantallas táctiles. 

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